viernes, 27 de diciembre de 2013

Engendrar un hijo, plantar un árbol, escribir un libro.


Nadie debería salir de este mundo, dicen, sin haber tenido un hijo, plantado un árbol y tener un libro escrito. Yo ya hice estas tres cosas tan importantes y que son, al mismo tiempo, tan distintas entre sí.

Engendrar un hijo es un maravilloso acto de amor y placer. Plantar un árbol, media docena o un pinar entero es un proceso ecológico y lúdico que nos llena de íntima satisfacción. Lo del libro, como ustedes ya saben, es otra cosa.  Pero ¿qué tienen en común estas tres circunstancias que las hacen tan importantes a los ojos de los demás?  Desde mi punto de vista, ninguna.

Todos, en mayor o medida, somos o hemos sido escritores de algo; desde los que de vez en cuando escriben una carta a un pariente lejano, rellenan un pliego de descargo o se ocupan personalmente de redactar su propio testamento. Luego están los otros, los que pasan la mitad de sus vidas escribiendo un “quijote” cada quince días, es decir, los “escritores de verdad”.

Pero del mismo modo que todos los hijos engendrados, con independencia de la raza, son iguales y todos los árboles plantados, con independencia de la especie, son más o menos parecidos, con lo de los libros no ocurre lo mismo: ¡Cuántas diferencias pueden encontrarse entre un libro y otro! Y no hablo del género o la temática sino del mismo autor, pues es bien sabido que el que empuña la misma pluma puede ser muy distinto a la hora de concebir y escribir dos obras diferentes.

A mí me ha pasado. No es que mi producción literaria sea excesiva ni que los géneros que he tocado sean muy diversos, sino que dentro de mis propias tendencias, pongamos por caso la novela de ficción, las posibles conexiones entre un texto y su hermano no tienen nada que ver.

Es cierto que aunque a todos los hijos se les quiera por igual siempre hay uno que suele ser el preferido. Con los libros que he escrito me ocurre lo mismo. Digo esto porque de mis obras publicadas, aquellas que más me gustaron son las que tienen una aceptación más endeble. Por contraste, las que se venden con mayor facilidad son las que a priori yo pensaba que menos éxito tendrían.

Estas vicisitudes podrían llevar a cualquier autor a una reflexión inmediata: Si como escritor no estoy en completa sintonía con mis lectores ¿debería cambiar entonces mis inclinaciones hacia un género distinto al que hasta ahora he trabajado, modificando incluso mi técnica narrativa?

Personalmente, creo que no lo haría jamás. Hacer eso equivaldría a cometer una intolerable deslealtad con uno mismo y, se diga lo que se diga y se piense lo que se piense, las “justificadas” traiciones al propio intelecto se acaban pagando caro.

Yo seguiré como hasta ahora, escribiendo para mí mismo y sin pensar en el lector y al que no le parezca bien que busque por otro lado.

Es posible que ya no tenga más hijos, no es del todo improbable que pueda plantar más árboles pero tengo la certeza de que si continúo escribiendo lo haré como hasta ahora; tan sólo por el placer de volver a hacerlo para mí mismo.  En exclusiva.

¿Y tú escritor, qué opinas?