martes, 25 de febrero de 2014

Mis diálogos con Frois (I): "El Golpe"

 ––Quisiera que me ayudara en una idea que me obsesiona.
 ––Usted dirá.
 ––Lo del golpe. Se lo comenté no hace mucho.
––Me lo esbozó hace unas semanas. Pero fue algo muy inconcreto que apenas recuerdo. No tenía forma.
 ––Tiene mala memoria, doctor Frois. Si mal no recuerdo, fui bastante explícito en mi planteamiento inicial.
    ––Inténtelo de nuevo. La descripción detallada de los escenarios es fundamental para elaborar un juicio psicoanalítico eficiente.
––No le hablé de ningún escenario. Le narré los pensamientos obsesivos que desde hace años dominan mis sueños y últimamente mis estados de frustración y desánimo. Si no le interesa o usted entiende que no es relevante para nuestro propósito pasaré a otro tema.
 ––No, por favor, hágalo, sobretodo si hoy es el día indicado para que elabore una coordinada cascada de acontecimientos subconscientes o de pensamientos obsesivamente dominantes.
 ––No estoy seguro que sea hoy el día más adecuado para abordar semejante asunto.
 ––Bueno..., eso depende de usted y de su estado de ánimo.
––Usted vivió el golpe, ¿no?
––¿A qué golpe se refiere?
 ––Al de la asonada militar del ochenta y uno que encabezó el teniente coronel Tejero entrando en el Parlamento como un elefante en una cacharrería.


 ––Y ¿qué tiene que ver aquello con lo de ahora?
 ––Pues que a mí me obsesiona la idea de dar otro.
 ––No sabía que fuese usted militar.
––No, no lo soy
––¿Entonces?
 ––No hace falta ser militar para hacer eso, como tampoco hace falta ser médico para tratar cualquier enfermedad banal ni se requiere ser abogado para hacer un enfoque juicioso en una causa justa. Y para ser sincero le diré que para ser psicoanalista tan sólo hace falta tener un diván como éste, un poco de paciencia y una marcada tendencia a la introspección y al aburrimiento; sobretodo al aburrimiento.
  ––Es usted muy directo.
  ––Los circunloquios no van conmigo.
––Oiga, pero para dar un golpe se requiere algo más que la voluntad de darlo.
––Según se mire. Aquellos del 81 tampoco es que lo tuvieran muy bien planeado, pero como usted y yo sabemos la intentona golpista no fracasó por eso, sino por otras causas.
 ––¡Ah! ¿Sí? ¿Cuáles?
––Usted las conoce tan bien como yo y no es momento ahora para entrar en detalles.
  ––Sus planteamientos resultan, a veces, tan incoherentes que tratar de encadenarlos en una secuencia psicoanalítica razonable saturan de manera desbordante los principios por los que los nos venimos rigiendo desde los tiempos de nuestro padre Freud.
 ––Pero, coincidirá usted conmigo, que eso pertenece exclusivamente al ámbito de su estrategia profesional y que a mi tanto me da. Si no desea que le hable de mis fantasías o si sencillamente hoy no está de humor para aguantar monsergas, ahora mismo me levanto, me voy y no le pago la consulta.
  ––Quédese y no me haga perder los nervios como en otras ocasiones que es mejor no recordar. Si es su deseo continúe con lo del golpe.


 ––¿Vivió usted aquellos momentos con la intensidad que lo hizo todo buen español?
  ––Yo nunca he sido un buen español sino un exccelente profesional de lo mío y a eso me atengo, y por el mismo principio por el que se rigen estos contactos, usted debería de hacer lo propio.
 ––Pero ¿estuvo o no estuvo de acuerdo con lo que ocurrió de leones para adentro en aquel palacio de la Carrera de San Jerónimo?
 ––Con todo los respetos, eso es asunto mío.
 ––Si no me facilita una ligera pista me impedirá proseguir con las secuencias.
––¿Estuvo de acuerdo usted?
 ––¿Yo?  ¿Con qué?
 ––¡Con el golpe! ¿No estamos hablando del golpe?
––Pues justamente de eso es de lo que hoy quería hablarle.
––¡Hágalo, diantres, de una vez! ¡Me está haciendo muy difícil el diálogo! Si persiste en esa actitud cerarré el pico en lo que queda de sesión y le dejaré navegar en solitario en el proceloso abismo de sus atrabiliarias imaginaciones.
  ––Mi planteamiento es muy simple.
––No lo creo, nada en usted es simple. Cada día lo encuentro más enrevesado.
 ––Para eso le pago.
 ––Pero eso sólo le da derecho a tumbarse en ese diván y a soltar cuanto se le ocurra en la media hora que hemos acordado.
 ––Dígame, entonces: ¿se le ha pasado alguna vez por la cabeza dar un golpe de estado aprovechando un pleno en el Parlamento?
 ––¡Jamás!
 Lo suponía, no tiene usted pinta de golpista.
 ––¡Vaya! Es usted muy considerado y se lo agradezco por la parte que me toca.
 ––¿Quiere que juguemos en lo que nos queda de tiempo a dar un golpe?
––¡Está usted loco de remate!
––Puede, pero el juego que le estoy proponiendo, a usted, como psiconalista, le puede dar mucho juego y perdone el juego de palabras.
 –Vale. Empiece.


––Si yo soy Tejero y usted Armada ¿qué estrategia inicial se le ocurría plantear para sacar el mayor éxito del proyecto golpista?
 ––Pues…entrar en el Parlamento como aquella gente lo hizo y acometer los detalles con otra estrategia más contundente y resolutiva. Aquello, con todos los respetos para los que lucharon por una causa que creyeron justa, fue una chapuza lamentable. A Dios gracias.
––Estoy de acuerdo con usted, general Armada, pero…
—Le prohibo, taxativamente, que me llame general Armada como yo me abstendré de llamarle a usted coronel Tejero. Un juego no nos puede llevar a extremos tan ridículos.
  ––Pero, ¿estamos o no estanos cada uno en su rol como al principio habíamos propuesto?
 ––Creo que esto está yendo demasiado lejos y es mi obligación hacerle una llamada más a la moderación que al orden. Limítese a narrar su onírica fantasía y no trate de involucrarme en ella.
De acuerdo. No le llamaré general Armada. ¿Cómo debo proceder entonces?
––Limítese a la narración procurando que yo quede totalmente al margen.
––¡Imposible! El juego perdería no sólo su enfoque psicoanalítico sino lo que es peor, su función pedagógica.
 ––Si es por esa causa y tan sólo por esa causa, se lo acepto.
 ––Gracias.
––No hay de qué. Prosiga.
 ––Entonces, mi general, (observe que he omitido a requerimiento suyo el apellido “Armada”) si usted pretende dar un exitoso golpe de “E_s_ t_ a_ d_ o”, y note que he pronunciado lenta y minuciosamente el término “Estado” con toda intención, y usted como máxima autoridad golpista, a mí, al coronel Tejero, me envía al Parlamento con un aguerrido grupo de guardias civiles entregados a la causa, ¿qué hace mientras tanto? ¡¿eh?! ¿En qué emplea ese tiempo tan crucial?
  ––No sé…¿Esperaría en mi despacho el resultado de sus actuaciones quedando permanentemente pendiente de su llamada telefónica? No se me ocurre otra cosa.
 ––¡Nooooooo!  ¿Se da cuenta ahora? Ese fue el gran error al tiempo que el gran misterio que concurrió de forma sorprendente en aquellas horas en las que un país a la deriva estaba pendiente de la radio y el televisor hasta, más o menos, la una de la noche.
––¿Y?
 ––Me sorprende que sea usted incapaz de no ver más allá de sus anteojos la auténtica estrategia de un golpe de Estado en toda regla. Le vuelvo a repetir: ¡g_o_l_p_e   d_e   E_s_t_a_d_o!
 Sí, golpe de estado, pero no porque lo diga usted con entonación para tontos, sus palabras van a tener más trascendencia que las que se dicen en un tono coloquial.
––Seré más explícito: ¿Quién manda en el Estado?
––¿Antes o después de Franco?
 ––¡Joder! Estamos en mil novecientos ochenta y uno. Franco ya había cumplido su sexto aniversario como difunto.
 ––Ya. Ahora caigo, usted se refiere al rey.
  ––¡Pues claro! ¿Y qué hacía el rey mientras tanto?
––Oir la radio, supongo.
––Oír la radio…oír la radio. ¿Le molestó alguién? ¿Hubo tanques a la puerta de su casa o soldados con subfusiles amenazantes? ¿Lo llevaron preso a algún sitio para tenerlo controlado como J-e-f-e  d-e-l   E-s-t-a-d-o?
 ––Ahora que lo dice…no lo recuerdo
 ––Extraño ¿no?
 ––Si usted lo dice…
––No lo digo yo, lo dicen los que sabiéndolo callan.
 ––Bueno, bueno, déjese de suposiciones que ahora ya no valen para nada. Además se le acabó el tiempo. Seguiremos otro día con el tema.
 ––No habrá tema ni día. No me interesa seguir con un psicoanalista que no sabe enfocar un planteamiento mínimamente razonable de lo que es un golpe de Estado.
 ––Pero ¿está usted en ello?
––¿En qué?
––En lo del golpe.
     ––Eso no lo sabrá jamás.


viernes, 14 de febrero de 2014

Et maintenant…

Llegué con retraso. Apenas con el tiempo justo para hacer los trámites antes de pasar a la zona de embarque. En aquellos años la gente viajaba menos en avión y los controles de seguridad eran inexistentes. Mientras me apresuraba por los pasillos buscando la sala número 2 escuché mi nombre por la megafonía en la que se me conminaba a subir al avión antes de que cerraran las puertas.
     Embarqué in extremis gracias a la paciencia de una amable azafata quien al verme aparecer, sofocado, me echó una mirada de comprensivo reproche y me ayudó con el equipaje de mano. Luego, sonriente, me acompañó a mi asiento.
     De inmediato, aquel Caravelle  de Air France hizo rugir sus motores y en un santiamén levantó el vuelo hacía París. A través de la ventanilla contemplé los destellos blanqui-azules de un Mediterráneo en calma que, con ternura, acariciaba con su espuma los pétreos espigones del puerto de Marsella.
     No reparé en mi vecina de asiento hasta después del despegue, cuando nos autorizaron a desprendernos del cinturón de seguridad y permitir a los impacientes fumadores prender sus insanos cigarrillos (¡Qué tiempos aquellos!).


     Primero, la oí suspirar y después, sollozar ténuamente. La miré de reojo simulando interés por el cada vez más distante paisaje que podía verse a través del minúsculo ventanuco. Luego me acomodé en mi asiento y abrí una revista.
     Aquella muchacha no daba tregua a su llanto. Alternativamente, suspiraba, sollozaba, se sonaba la nariz casi de modo imperceptible y hundía la cara entre sus manos temblorosas.
     —¿Se encuentra bien? —le dije, al verla en ese estado— ¿Puedo hacer algo por usted? ¿Le da miedo volar? ¿Quiere que llame a la azafata para que le traiga un poco de agua? Se sentirá mejor si bebe algo.
     —Gracias —me respondió, desde el fondo de una mirada dulce donde se condensaban todas las tristezas de este mundo—. Estoy bien…, casi bien. Son cosas mías. Lloro por todo. No se preocupe.
     —No, no es cierto —le dije—. Siempre se llora por algo —añadí en un tono jovial tratando de aliviar su tristeza.

     La chica de ojos azules y cabellos rubios se alisó la falda y no dijo nada. Cuando me miró de frente constaté que era muy bonita. El llanto había enmarcado el óvalo de su rostro en un rojo fulgurante que la hacía todavía más sensible, más vulnerable. Entre sus manos atenazaba un pañuelo arrugado con el que enjugaba sus lágrimas desbordantes y con el que se sonaba, apenas, una pequeña naricilla que sobresalía como un botón bermejo entre sus dos pómulos, redondos como manzanas.
     —¿Y qué voy a hacer ahora? —dijo, al fin, mientras derramaba su vista sobre la inmensidad de un cielo que se colaba insolente a través de la ventanilla— ¿Qué va a ser de mí? ¡Tanto tiempo para nada! ¿Qué voy a hacer ahora? ¡Tantas noches de desvelo! ¡Tanto amor malversado? ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Qué va a ser de mí? ¿Para que querré ver un nuevo día si él ya no estará conmigo? ¡No quiero volver a París! ¡No quiero volver a pisar las calles donde anduve con él ni las arenas de las playas donde nos bañábamos juntos! ¿Y ahora, qué voy a hacer?
     Geneviève, que así se llamaba la chica de los llantos, me explicó entre sollozos que acaba de poner fin a su relación sentimental con Jean Pierre, su novio marsellés al que había conocido durante los veraneos familiares en las costas del Mediodía. Llevaban cinco años de un apasionado amor juvenil, ahora truncado. Ella acababa de cumplir diecinueve.
     Unas turbulencias fueron la excusa para tomar su mano entre las mías. Traté de consolarla, inútilmente, mientras ella continuaba preguntándose: “¿Y ahora qué voy a hacer?” “¿Qué será de mi vida sin él?”
    Le rogué que no llorara, le dije que todavía era joven y muy bonita, que nuevos amores llegarían a su vida, que tomaría el sol en otras playas y bañaría su cuerpo en otros mares, que recorrería nuevas calles y viejas plazas del eterno París. Pero su dolor era tan intenso como inconsolable su amargura.
      Parecía más calmada cuando aterrizamos en Orly. Ya no lloraba pero las huellas de su tragedia íntima seguían patentes en la dulce tristeza de su mirada.
    Mientras rodábamos por la pista camino de la terminal saqué una pequeña libreta de mi bolsillo y anoté mi número de teléfono.
     —Me llamo Gilbert —le dije, tendiéndole el papel—, Gilbert Bécaud. Mañana haré un concierto en el Olympia. Dejaré en taquilla una entrada a nombre de “Geneviève. Me gustaría volver a verte.

     —Sé de sobra quien eres ¿Quién no conoce en Francia a Gilbert Bécaud? —respondió, exhibiendo una tenue sonrisa que me compensó de la angustia acumulada en aquel vuelo melancólico.
     Nos despedimos en la sala de equipajes. Su maleta era inmensa. Me dio por pensar que en ella acumulaba todos los recuerdos íntimos y bellos que no consiguió enraizar en el corazón de su amado.
     Al llegar a casa, instintivamente, me senté frente al piano. Quería contar al mundo mi experiencia de aquel extraño viaje desde Marsella a París. Lo que no sabía es que instantes después comenzaría a componer la más célebre de todas mis canciones:

     Et maintenant que vais-je faire. 
De tout ce temps que sera ma vie. 
De tous ces gens qui m'indiffèrent. 
Maintenant que tu es partie. 
Toutes ces nuits, pourquoi, pour qui. Et ce matin qui revient pour rien. 
Ce cœur qui bat, pour qui, pourquoi, 
qui bat trop fort, trop fort…”
     “¿Et maintenant que vais-je faire? ¿De tout ce temps que sera ma vie…?”


     La busqué en el concierto del día siguiente pero no la vi. Era un catorce de febrero, Día de san Valentín, en la sala Olympia de París.



     Durante muchos años canté miles de veces “Et maintenant” y siempre que el piano desgranaba sus primeras notas, la imagen de una bella y triste enamorada volvía dulcemente a mi memoria.


martes, 11 de febrero de 2014

La literatura y las lágrimas

Es muy común que en cualquier género literario, sea novela romántica, negra, histórica, de ficción contemporánea, poesía etc., el autor haga llorar a alguno de los personajes.

¿Pero son todos los llantos iguales?  ¿Tienen  la misma composición química las lágrimas producidas por la entrada de una mota de polvo en los ojos o las que afloran por el dolor o la emoción? ¿Llora igual un niño que un anciano, una mujer que un varón? Vamos a dar en este post un breve repaso al tema de las lágrimas con el fin de que los escritores sepan, al menos, qué tipo de lágrimas lloran sus personajes.



El llanto y las lágrimas tienen una función fisiológica. Así, mientras la entrada de un cuerpo extraño induce una reacción automática en la que las lágrimas humedecen el ojo para evitar erosiones, cuando están producidas por dolor, emoción o tristeza su función tiene un carácter más psicológico que somático. En uno u otro caso la composición química de las lágrimas es muy diferente. Las del dolor o la emoción están cargadas de hormonas y proteínas con funciones muy específicas mientras que las otras, las que habitualmente protegen los ojos, contienen sobre todo agua (en un 98%) y pequeñas cantidades de globulinas, lisozima, albúmina, sodio y potasio, que otorgan a las lágrimas ese “sabor amargo”.

En contra de lo que se piensa las lágrimas de la emoción tienen un efecto saludable. Contienen cantidades variables de leucina encefalina (una hormona que actúa como un analgésico aliviando el dolor y eliminando toxinas) de forma que reducen el nivel de estrés y mejoran el estado anímico. Algunos estudios han podido demostrar que llorar supone en muchos casos rebajar el grado de tristeza o depresión, de ahí que muchos se sientan mejor después del llanto.

Pero no todos lloramos ni de la misma manera ni en la misma cantidad. Las mujeres en edad fértil lloran hasta cuatro veces más que el hombre y es que en la producción del llanto interviene una hormona típicamente femenina (la prolactina) cuya máxima actividad está vinculada al período fértil de la vida de la mujer. La prolactina influye en la lactancia y en la supresión transitoria de la ovulación (la madre lactante no ovula para anular las posibilidades de un nuevo embarazo) y además, en la producción de las lágrimas. Tras el parto, los niveles de prolactina aumentan considerablemente lo que en cierto modo explicaría la mayor tendencia al llanto de la mujer puérpera e incluso la aparición de la llamada depresión post-parto que suele desaparecer de modo natural al superar la cuarentena.

Las emociones de cualquier signo activan mecanismos hormonales que inducen al llanto. De esta forma, leer una novela romántica o dramática, asistir a la boda de un ser querido, contemplar las escenas “injustas” de alguna película o los emocionantes diálogos de una obra de teatro pueden inducir al llanto de quien lo vive liberando con ello la tensión acumulada.  La Madre Naturaleza lo tiene todo previsto.

Desde un punto de vista intencional las lágrimas de la mujer y su forma de llorar tienen connotaciones netamente distintas a las del varón. Las lágrimas femeninas intimidan al hombre e inhiben sus tendencias sexuales mediante una brusca supresión de su respuesta hormonal.

Se han realizado estudios para demostrar que aquellos varones que contemplan el llanto de una mujer se sienten menos inclinados al sexo, lo que se explica a través de una significativa reducción en la secreción de testosterona. Una mujer que llora ante su amado lo enternecerá pero no debería esperar de él en ese trance un contacto carnal. Algunas mujeres lloran después del coito y no como decía el mal pensado por insatisfacción sino porque con ese llanto le están enviando señales al varón para que no persista en un nuevo intento. Están inhibiendo, sin que el varón lo sepa, su caudal testosterónico. Las lágrimas, además, informan sobre nuestro estado de indefensión indicando que somos vulnerables y conseguir con ello el alejamiento del enemigo, minimizando su agresividad.

En el niño y en el anciano las lagrimas son manifestaciones no verbales que reclaman la atención de sus cuidadores. Las del niño aumentan el amor maternal y las del viejo la ternura y la devoción de los que viven en su entorno.



Así pues, estimado escritor, cuando hagas llorar a tus personajes ten presente las causas que motivan el llanto y las diferentes cualidades químicas de las lágrimas. Si creas un clima propicio y acorde con la principal función fisiológica del llanto, los protagonistas de tu novela y el ambiente en el que desenvuelve la escena lacrimógena será mucho más creíble para el lector quien incluso podría acompañar en el llanto a tu personaje llorón.



sábado, 8 de febrero de 2014

¿Historia o ficción histórica?

En los últimos tiempos somos muchos los escritores que publicamos libros históricos o más bien novelas de ficción histórica. En mi caso, tengo un ejemplar de cada: una ficción histórica sobre la llegada de los Omeya al hispánico reino visigodo tras la invasión árabe del 711 (Mi amor por un reino en Córdoba) y un libro histórico sobre la agonía y muerte del general Franco (El paciente de El Pardo).

En Mi amor por un reino en Córdoba, los hechos históricos ciertos dan luz verde a mi fantasía para estructurar una trama argumental que, aun respondiendo al rigor de los hechos, me inspiran momentos, vivencias y situaciones que son producto de mi exclusiva imaginación lo que implica una relativa desviación de los auténticos acontecimientos históricos. En El paciente de El Pardo describo, como testigo directo y sin brindis a la fantasía, la larga y dramática agonía de un jefe de Estado, hasta su fallecimiento.

Para mí está claro a qué géneros pertenecen ambas obras: La primera, a ficción histórica y la segunda a historias reales. Me pregunto si los lectores no acaban por confundir ficción con realidad, a pesar de que en la sinopsis se deja bien claro a qué modelo literario pertenece cada una.

Digo esto porque creo que, con el paso de los años, la historia acaba por convertirse más en lo que los escritores cuentan de ella que lo que los historiadores describen con rigor investigador y científico. Si uno lee las biografías de Napoleón Bonaparte o Maria Antonieta de Stefan Zweig, donde la historia se adoba con una buena dosis de ficción imaginativa, o más cerca de nuestro tiempo El Legado de Blanca Miosi, o La Catedral del Mar de Ildefonso Falcones, por ejemplo, la descripción de los hechos que hacen estos escritores, con evidente maestría y un fuerte poder de convicción, pueden llevar al lector a creer la historia tal como la cuentan estos geniales fabuladores. Hay numerosos ejemplos de excelentes novelas históricas que certifican lo que digo.


En razón de esto me pregunto qué sería lo más conveniente: ¿Pedir a los verdaderos historiadores un poco de imaginación literaria para hacer más digeribles y amenos sus densos y en ocasiones aburridos textos, o reclamar de los novelistas históricos un poco menos de imaginación y un mayor apego a la autenticidad de los hechos históricos?

Creo que daría igual porque, al fin y a la postre, lo importante es pasarlo bien mientras se tiene un libro en las manos ya que la historia, queramos o no, acaba siempre por pervertirse en lo que interesadamente cuenta los hombres y no en la verdadera realidad de cómo los acontecimientos se desarrollaron. ¿O creen ustedes que la barcelonesa Agustina de Aragón mató (ella solita) tantos franceses como dicen las crónicas o que el Cid Campeador ganó batallas después de muerto como narran los versos del Cantar del Mío Cid?


lunes, 3 de febrero de 2014

El e-Book según la agencia del ISBN

Cuentan de una señora que al regresar de la compra apareció en su casa con una máquina de  cortar césped. El marido, sorprendido y alarmado, le preguntó por la razón de aquella compra. “¡Es que estaba de oferta, Manolo!” le dijo la esposa. “¿De oferta, Maruja?  ¡Pero si vivimos en un octavo de sesenta metros cuadrados y no tenemos ni terraza!”

Con seguridad la anécdota es falsa pero la he traído a colación con el propósito  de convencer al lector de que casi todo lo que compramos, entre otras cosas el libro electrónico, lo hacemos para sacarle un rendimiento.

Digo esto, porque los agoreros no se cortan un pelo a la hora de pontificar sobre los libros electrónicos asegurando que las ventas digitales se están quedando en nada y que el papel, como dijo Umberto Eco no desaparecerá jamás. ¡Pues claro que no! Yo estoy en total sintonía con lo segundo pero discrepo de lo primero.

Datos de la agencia española del ISBN (tal vez sustentados en ciertos sesgos interesados) indican que por cada doscientos libros en papel se hacen tres descargas digitales on line desde las plataformas editoriales. Para reforzar sus argumentos señalan que en 2013 se otorgaron 72.494 ISBNs a obras en papel frente a 20.402 registros digitales indicando que, en relación al año precedente, el incremento fue tan sólo de 323 registros. Estos datos, ciertamente malintencionados, los llevan a concluir que en la actualidad las ventas on line representan algo menos del 5% de todo el mercado de libros con una tendencia a la estabilidad o al decremento.

Otros informes indican, por el contrario, que mientras en 2013  la venta de dispositivos electrónicos de lectura superó las treinta mil unidades, las descargas, como dice la agencia del ISBN, fueron muchísimo menores. Las razones de estas significativas diferencias hay que buscarlas, antes que en ningún otro lado, en la piratería descarada (dejémonos de eufemismos y llamémosle por su nombre, es decir, robo consentido) y a la ausencia de una legislación moderna y actualizada que persiga y sancione, con rigor y ejemplaridad, este tipo de delitos. España, para nuestro sonrojo, es el país donde con mayor abundancia y desvergüenza se practica este impune latrocinio cultural.

Convendría recordar a los señores de la agencia del ISBN que en plataformas tan universales y activas como Amazon, Kobo, Smashwords o similares, la compra del ISBN no es requisito obligado, muy al contrario de lo que ocurre en algunas españolas como, por ejemplo, Tagus. Amazon asigna automáticamente su ISBN (al que llama código ASIN) sin coste alguno para el autor. Visto lo cual, podría concluirse que, en su informe, la agencia del ISBN está comparando peras con manzanas, es decir, está sesgando interesadamente los datos. Hay además que resaltar que no son sólo los e-readers, tablets, kindles, etc., los únicos dispositivos capaces de leer textos digitales sino que en la mayoría de los smartphones de última generación se pueden habilitar aplicaciones que permiten la cómoda lectura de cualquier texto digitalizado con la posibilidad añadida de ser descaradamente pirateado (robado).

Las editoriales en papel también se empiezan a pronunciar con juicios, a veces contradictorios, y por lo general en un evidente estado de preocupación sobre el futuro de sus negocios. Y tan preocupante deben de ver el panorama que algunas ya han habilitado sus propias plataformas digitales o están subiendo, a las ya existentes, obras de sus autores predilectos a precios netamente inferiores a los que se suelen marcar en las librerías convencionales. Por algo será.

El problema no es tanto si son galgos o podencos o si es papel o e-reader. Lo importante es que el libro electrónico, como tantas otras cosas derivadas del avance tecnológico, ha venido para quedarse por más que algunos se empeñen en plantearle una ridícula e ineficaz guerra de cifras interesadas y estadísticas manipuladas, abocadas al fracaso. En el futuro inmediato asistiremos al crecimiento imparable de esta tecnología que hace más cómoda y confortable la lectura y sobre todo el transporte de los centenares de libros que pueden llegar a contener los dispositivos electrónicos.

Otra cosa es que las editoriales convencionales no vean, por ahora, en la descarga digital un negocio rentable a corto o medio plazo. Ya sabemos que los precios de descarga son bajos y, por tanto, el reparto de porcentajes no les produciría unas expectativas de negocio satisfactorias. También son conscientes de que gracias a las nuevas plataformas digitales ha surgido un ente nuevo llamado autor/editor, una especie de Juan Palomo, yo me lo guiso yo me lo como, que ya no necesita de ninguna editorial para ver publicada su obra sin tener que pagar por ello unos peajes abusivos.