miércoles, 26 de marzo de 2014

El buen lector

Casi siempre se habla del buen escritor pero pocos aluden al buen lector sin el cual sería difícil que existiera el narrador de buenas historias.

Es más fácil definir al buen escritor que al buen lector ya que mientras el primero es aquel que escribe de manera más o menos pulcra historias que interesan a casi todo el mundo, sean del género que sean, el buen lector, por el contrario, es un personaje de perfiles imprecisos y, consecuentemente, de complicada catalogación. Yo no me atrevería a definirlo pero aventurándome en ese proceloso sendero diría que es ese personaje que con independencia de lo mucho o poco que lea es, no obstante, el que acompaña al escritor en cada una de las páginas de su libro y participa con él como si de un coautor se tratara.

El buen lector es aquel que dialoga con el escritor y le ayuda a componer un escenario incompleto, le perfila el carácter algo indefinido de algún personaje, le propone la solución a algunas situaciones complicadas y en definitiva, cuando llega al final aconseja al escritor alternativas a su resolución final.
 
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El buen lector entiende que no es necesario que el autor abrace de forma obligada los cauces preestablecidos que habitualmente se siguen en una novela; es decir, eso tan manido de planteamiento, nudo y desenlace. El buen lector, en su imaginación, tal vez inicie la lectura tratando de averiguar el desenlace a través de un nudo que él mismo ha configurado para hacer con todo ese conjunto un planteamiento que redacta al alimón con el mismo autor.

El buen lector es, en definitiva, un buen escritor imaginario que, sin saberlo, ayuda a través de una misteriosa energía cósmica al autor para que el texto que escribe tenga resonancias tan amplias que alcancen a muchos más lectores de los que el propio autor imagina.



El buen lector es como una extraña musa humana y muy real que el escritor desconoce pero al que necesita por encima de todas las cosas.

martes, 18 de marzo de 2014

El síndrome de Tolstoi




Es un hecho constatado que la mayor parte de las mujeres tienen un alto nivel de exigencia cuando se trata de juzgar a los hombres, a otras mujeres y más aun consigo mismas, aunque esto ultimo lo exterioricen menos.
Numerosas estadísticas (algunas muy pintorescas) señalan que más del 90% de las mujeres no están contentas con su aspecto físico. Igual opinion tienen de las demás mujeres y afirman que el 80% de los varones son feos o muy feos, y además bastante descuidados. En eso tengo que darles la razón.
El problema no es tanto una cuestión de apreciación sino de aceptación. Los que valoran estas tendencias sugieren que ante tales disyuntivas las mujeres tienen dos alternativas:
a.- Recurrir a métodos de belleza para mejorar su aspecto mediante el uso de cosméticos, cremas rejuvenecedoras, reafirmantes, exfoliantes, iluminadoras, bronceadoras, masajes, drenajes linfáticos, botox, siliconas e incluso visitas al cirujano plástico para someterse a los riesgos de una intervención bajo anestesia que, en el mejor de los casos, va a « convertirlas » por poco tiempo en « jóvenes » cronológicamente inadaptadas.
b.- Convecerse a sí misma de que son bellas dentro de la realidad invidual de cada una y aceptar los cambios que inexorablemente impone el paso de los años.
Pero hay que saber llegar al fondo de la cuestión para entender y justificar las exigencias de la mujer. Existen para ello sólidos argumentos de carácter biológico resultantes de su propia evolución.
Las mujeres tienen que ser forzosamente selectivas ya que una de sus primeras funciones biológicas es la reproducción. Pero a diferencia del hombre sus posibilidades son distintas. Así, mientras el hombre en el acto reproductivo tiene un papel mínimo y facilón, en la mujer las circunstancias son muy distintas y comprometidas. El varón puede dispersar urbi et orbi millones de espermatozoides en una única eyaculación mientras que la mujer sólo dispone de un preciado óvulo que sus ovarios le ofrecen una vez cada 28 días. En términos economicistas y de mercado los espermatozoides son muy abundantes y, por así decirlo, infravalorados o de escaso valor comercial mientras que el óvulo de la mujer es un diamante de incalculable valor biológico para la perpetuación de la especie. Es la vieja y eterna ley de la oferta y la demanda.
Y no solamente eso: La mujer ovula una vez al mes durante el periodo que va desde la menarquia a la menopausia (35 años en promedio) y esa fertilidad apenas dura 72 horas en el transcurso de un mes, mientras que el hombre es una fábrica inagotable de esperma vivo y voraz desde la pubertad hasta edades avanzadas. 
Con este panorama la mujer tiene que quererse mucho a sí misma y a su vez determinar cuál es el mejor varón con el que llevar a cabo su función reproductora. Por esa razón es exigente consigo misma, con su entorno y mucho más con sus posibles fecundadores.
Pero volviendo al tema de la exigencia femenina para la belleza habría que señalar que muchas (y muchos) son víctimas de lo que se ha venido en llamar el « síndrome del espejo » o de « Tolstoi »
Leon Tolstoi era de una apariencia física más bien hermosa; de mirada profunda, facciones voluntariosas, labios sensuales, dentadura perfecta, manos poderosas y barba patriarcal. Y sin embargo; él se sentía feo y poco atractivo a los ojos de los demás.
Se juzgaba a sí mismo con muy duras palabras : « A veces me encuentro al borde de la desesperación —solía decir—. No creo que puede haber un hombre más feo que yo sobre la faz de la tierra. Mis cejas sobrevuelan unos ojos pequeños, inexpresivos y grises, mis labios son repulsivamente carnosos, mis manos toscas, mi frente huidiza. Suplico a Dios que me transforme en un hombre hermoso y atractivo y para ello le ofrezco todo cuanto poseo »
Muchos hombres y mujeres caen en el mismo error que Tolstoi. Son víctimas del síndrome del espejo que para ellos es el instrumento más torturador que existe, hasta el punto que algunos los han retirados de sus lugares communes o los han minimizado para que tan solo reflejen una imagen nebulosa en la que no puedan observarse detalles minuciosos.
Vivimos en una época en la que el patron estándar de belleza (femenina y masculina) ha calado tan hondo en nuestra sociedad que hoy, si Tolstoi viviese, sería el hombre más desgraciado de este mundo. Tal vez en su época el genial escritor ruso ignorase que nada hay más engañoso que un espejo. Y si no, que le pregunten a la madrastra de Cenicienta.
Para abundar en lo que escribo les propongo una curiosa experiencia que se lleva a cabo en algunos gabinetes de psicología que tratan este tipo de trastornos obsesivo-compulsivos. Imagínense que por un momento hacen una abstracción absoluta de su propio cuerpo, incluido, por supuesto, el rostro. No se conocen ni nunca se han visto a sí mismos. Es como si de repente hubiesen nacido con 20 años de vida o como si uno de los cirujanos de la actual vanguardia quirúrgica les acabara de hacer un transplante de cara. Ahora sitúense  con los ojos cerrados frente a un espejo y ábranlos bruscamente. ¿Qué impresión se llevarían ? Tal vez magnífica o en el peor de los casos decepcionante. Pues ésa es justamente la sensación que causamos en los demás cuando nos ven por primera vez y esa primera impresión es la que habitualmente prevalece. Puede que la fealdad somática quede enmascarada, con el tiempo, por los atractivos psicológicos individuales pero eso es algo que requiere tiempo y sobre todo mucho esfuerzo.
Posiblemente, después de esa experiencia, usted será  ante el espejo más compasivo consigo mismo, menos crítico, más benévolo y también más tolerante con los demás. Así pues; aplíquese la norma y no se juzgue tan duramente ni sea tan exigente con los de su entorno. Al fin y al cabo, convénzase de que al morir, con la desaparición de todas las funciones biológicas el cuerpo se modifica y el rostro cobra un aspecto que ni los más allegados al difunto son capaces de identificar.
No somos lo que creemos que somos o lo que el espejo nos refleja sino lo que ven en nosotros los demás. En ello, nuestras funciones biológicas juegan un papel determinante y eso, al día de hoy, es algo poco modificable por más recursos cosméticos que nos empeñemos en utilizar.





sábado, 15 de marzo de 2014

Mis diálogos con Frois (2)

-  ––Estuve en su conferencia del pasado jueves. Por eso vengo. Dijo cosas muy interesantes que, por obvias, yo ya sabía pero me quedaron algunas dudas que quisiera aclarar. ¿Puedo?
-       ––Claro que sí, cuando quiera.
-       ––Me gustaría empezar por una cuestión aparentemente simple en su planteamiento pero compleja en su interpretación: Dígame: ¿Tiene el amor un precio?
-       ––Evidentemente; sí. En ocasiones lo que hay que pagar es mucho y no solamente amor. Siempre hay que hacer entrega de uno mismo, sacrificios costosos, dedicación, renuncias, desvelos, miedos...y todo a cambio de momentos que, en muchas ocasiones, son excesivamente efímeros y diría que hasta evanescentes, porque el amor auténtico, ese que llaman “eterno” en realidad no existe o es muy difícil de alcanzar, salvo que hablemos del amor místico; del teresiano, por ejemplo.
-       ––No me refería, exactamente a eso. Desearía que usted me indicara si hay que pagar un precio real, es decir; si se puede exigir en el amor una transacción no de tipo sentimental, a la que usted hace referencia, sino real, bursátil, para que me entienda mejor.



-       ––Bueno...No suele ser lo normal, pero se dan casos y se seguirán dando. Este tipo de situaciones no están basadas en un amor real sino más bien en acuerdos para una convivencia pactada de modo que en caso de ruptura ninguno de los dos pueda salir perjudicado.
-       ––Entiendo.
-       ––Celebro que me entienda. Quizá yo tenga alguna dificultad en comprenderlo a usted a pesar de mi posición de psicoanalista. ¿No será usted Michel Douglas y ella Catherine Zeta-Jones?
-       ––No. Yo soy Juan Sinfortuna y ella es Maruja Delirios. Dos personas visiblemente normales, comunes, intrascendentes y muy del día a día.
-       ––Lo intuía.
-       ––Salta a la vista. Con Michel Douglas sólo tengo en común la edad. Ambos somos igual de viejos. Entre Maruja y Catherine también existe una diferencia etaria pero les une la belleza, aunque también en ese detalle existen algunas divergencias que yo considero de tipo menor.
-       ––Maruja y usted son pareja, deduzco.
-       ––Éramos.
-       ––¿Ya no lo son?
-       ––Bueno, lo seguimos siendo sobre el papel. Estamos extrañamente unidos por un documento marital que no dice otra cosa que eso, pero que para nada habla de amor ni de otras operaciones transaccionales salvo las que marca, obligadamente, la ley.
-       ––O sea, que están separados.
-       ––Más bien, vivimos separados. Yo en el norte, y ella en el sur, en el litoral luminoso donde siempre brilla el sol. Le gusta aquello; es muy mediterránea. Ella tiene su casa y yo la mía. Nos mezclamos poco.
-       ––Y nunca vivieron juntos, entiendo.
-       ––Sí. Lo hicimos, pero hace años. Ella se sintió agobiada y al cabo de cuatro o cinco meses (perdone mi falta de rigor), argumentando motivos poco explicables, diría que estrafalarios y poco creíbles, volvió al lugar de donde había venido. Decía que me amaba inmensamente pero que no resistía mi cercanía. Algo raro de comprender.
-       ––Y se marchó.
-       Sí, por donde había venido, llevándose con ella sus enseres y su perro, un chucho abominable que me meaba el bajo del pantalón tan sólo para humillarme.

-       ––¿Qué ocurrió luego?
-       ––Yo la seguía amando y aunque la sabía irremisiblemente perdida no quise perderla del todo. Acepté, a propuesta suya, un juego equivocado y tedioso tendente al desamor y a la desesperanza. Y no me equivoqué. 
-       ––Siguió con ella, entonces, pero con otro estilo.
-       ––Exacto. Nos veíamos de vez en cuando, pasábamos juntos algunos fines de semana, parte de las vacaciones de verano y solíamos organizar viajes por Pascua Florida a lugares exóticos que ninguno de los dos habíamos visitado antes. No había para más. Ya se sabe; la distancia…los viajes…el cansancio…
-       ––¿Eran felices?
-       ––Si y no. Quiero decir que aquella situación a mi me agradaba en tanto y en cuanto la sentía cerca. La amaba. La necesitaba. Me gustaba estar a su lado, disfrutaba  mirándola, acariciándola, hablando con ella. Creo que sentía por ella un amor enzimático de modo que mis endorfinas se exaltaban ante los estímulos de sus feromonas y en esa reacción antígeno/anticuerpo yo sentía una infinta complacencia. Paseábamos juntos con las manos enlazadas y a veces nos bañábamos desnudos en el mar. Un dos de noviembre hicimos el amor al vaivén de las olas. Fue una experiencia inolvidable. Me emocionó que aquel acto tan lúdico y marinero coincidiera con el del Dia de los Difuntos. Luego nos tumbamos en la arena muertos de risa. Teníamos fluidez, chispa y hasta conspirábamos contra las trampas del infortunio poniéndole nosotros nuestras propias zancadillas. Hacíamos el amor con pasión y entrega y en esos momentos ambos nos engañábamos creyendo que nos poseíamos mutuamente.
-       ––Según me cuenta, la situación no era tan mala como aparentemente usted trata de describirla.
-       ––Sí, probablemente no lo era, pero créame que no exagero. Ella argumentaba para dar fuerza a su posición, que nuestra relación, al estar libre de convencionalismos, se fortalecía haciéndola con ello más sólida y duradera, y quizá no le faltara su parte de razón. Yo, por el contrario, deseaba una relación más tradicional, en el fondo de mi corazón ansiaba una unión al estilo de la que había vivido en casa de mis padres y en mis anteriores matrimonios, que como sabe fueron solamente tres. Ahí estuvo, seguramente, mi error. Forcé la situación tratando de traspasar un umbral no permitido. Se me ocurrió mirar detrás del muro y husmear bajo las alfombras. Entonces vi cosas que por un lado me sorprendieron y por otro no me gustaron.
-       ––Sí, seguramente fue su error. No se puede tensionar con una carga excesiva una frágil liana ni mirar bajo las alfombras que ocultan las inevitables miserias de un palacio falsamente encantado.
-       ––Tenía mi parte de razón. Llevaba dos años viviendo solo, lo que para mi modo de ser es muchísimo, y en esa soledad había momentos que yo consideraba como de extraordinario infortunio.



-    —Deme más detalles.
-    —Venía ocasionalmente a mi casa pero lo hacía como si fuese una invitada circunstancial. Le disgustaba la lluvia y el frío del norte. Tan breves eran sus visitas que ni siquiera le daba tiempo a deshacer su exiguo equipaje. Yo tomé su ejemplo y cuando iba a su casa mi comportamiento era similar al suyo. Hace poco sufrí una enfermedad, no grave ni larga pero sí molesta. Me tuve que operar de hemorroides. Lo sé; no es un asunto agradable y menos para ser compartido con la persona en la que trasunta el amor, pero eso no quita que uno busque el apoyo, la compañía, el consuelo. Ella lo supo y no acudió en mi ayuda. En mis delirios post-anestésicos llegué a  llamarla a gritos, me dijeron. Esto me produjo una indescriptible frustración y enfrió mis sentimientos. Para ese momento las cosas se habían enturbiado de un modo notable y las líneas del horizonte para un futuro en común se habían desdibujado hasta casi desaparecer.
-       ––Pero si ella seguía recibiéndole y dedicándole su tiempo sería por amor, supongo.
-       ––No lo creo. Entre nosotros se había establecido, creo que desde el principio, un flujo de afectos de intensidad desigual. Quiero decir que mientras en ella existía una innegable corriente de simpatía hacía mí, en mí mismo, por el contrario, predominaba un sentimiento de puro amor que desequilibraba las fuerzas afectivas.
-       ––No creo que esté siendo del todo objetivo. Me gustaría saber si entre ustedes se habían establecido pactos previos que a usted le obligaran tanto como a ella la sostenían en sus propuestas argumentales.
      -       ––Evidentemente sí, pero usted estará de acuerdo conmigo en que nada es     inmutable, que lo que hoy parece un dogma, mañana cobra un matiz distinto y pasado mañana obliga a un cambio si no radical, si al menos modificador de algunos aspectos básicos. 
     -   ––¿Y lo conseguía?
-       ––No. Yo sufría enormemente  con estas disputas. Ella, aparentemente, las sobrellevaba mejor. Al final, optábamos por resolverlas, siempre y cuando yo aceptara ante ella mi culpabilidad unilateral y mi sometimiento incondicional. Yo era consciente de esta injusticia pero prefería, si usted me lo permite, ese punto de deshonor y de deslealtad hacia mí mismo, antes que persistir en una absurda barricada de incomunicación y desamor.
-       ––¿Y obtenía resultados?
-       ––Esta claudicación simbolizaba para ella el triunfo de su obstinación frente a mis argumentos. Yo lo sabía y no trataba de rebatirla. Mi objetivo era ella, no el triunfo de la razón.
-       ––¿Tiene el convencimiento de que no existían infidelidades?
-       ––Por mi parte puedo asegurarle que no. Por lo que respecta a ella, diría que tampoco, aunque de esto jamás se puede estar seguro. Hay que acatarlo y confiarse a la voluntad de Dios. Maruja es una mujer muy atractiva de la que cabe esperar un acoso por parte de los hombres de su entorno. Yo me sentía confiado. Nunca fue ese ni mi problema ni el suyo.
-       ––Volvamos a los pactos previos. ¿Hubo también acuerdos de otro tipo? Hábleme de sus economías. ¿Eran o no eran compartidas?¿En qué régimen económico se desenvolvían?
-       ––Nos casamos bajo capitulaciones patrimoniales previas pero acto seguido modifiqué mi testamento haciéndola beneficiaria de casi todo el patrimonio que pudiera quedar en el momento de mi muerte, incluidas propiedades, rentas, automóviles, seguros, pensiones, saldos en cuentas bancarias, acciones, etc.etc.. Quise hacer esto por propia voluntad y así lo hice y también por amor, como es lógico. Otro tipo de condicionantes sería para mi tan inadmisible como vejatorio. Creo que usted me entiende. Por eso le preguntaba al inicio de esta consulta si el amor tiene un precio y por eso usted, sarcásticamente, me preguntó si éramos esa famosa pareja de actores que no somos.
-       ––En eso tengo que darle la razón. El amor es un sentimiento intangible libre de todo yugo material. Se ama porque se ama, sin que nada, salvo lo estrictamente derivado de la lealtad y los afectos, pueda condicionarlo. Eso a lo que usted hace referencia es otro tipo de transacción. Tiene otro nombre, pero no es, desde luego, amor auténtico. Invítela a que lea “Sinué El Egipcio” de Mika Waltari, tal vez se vea reflejada en sus páginas y cobre consciencia de su tremendo error.  Mi impresión, después de oír su exposición, es que las diferencias entre ustedes son muy evidentes, casi insalvables, y dadas las circunstancias que les separan, es difícil que puedan llegar a un punto de reconciliación y entendimiento. Ustedes dos deberían ser conscientes de que todo acto tiene su consecuencia y que nada de lo que se diga o se haga cae definitivamente ni en el olvido ni en el vacío, por más que haya sido hecho o dicho en circunstancias excepcionales. Del mismo modo que los amantes, en sus etapas iniciales, se entregan mutuamente uno en brazos de otro y viceversa sin cuestionarse otros problemas que vayan más allá del amor puro, pasado el tiempo, cuando el encantamiento declina y los intereses individuales que estaban aletargados resurgen, el amor incondicional tiene que ir dando paso al entendimiento racional, cuya base tiene que estar anclada en la solidez de los afectos más que en las vehemencias del amor mismo. Tratar de establecer desviaciones contrarias a estos planteamientos lleva, indudablemente, a la catástrofe y a la ruptura de los encantos primeros.
-    —¡Qué bien habla usted! En la próxima vida me haré psicoanalista para estar a su altura.
-       ––No diga bobadas ni haga futurología cósmica y respóndame a lo que voy a preguntarle: ¿Se habían planteado el divorcio? 
-       ––Sí, pero reconsideré mi propuesta y di órdenes a mi abogado para que solicitase el definitivo archivo del procedimiento iniciado, y así se hizo.
-       ––Es indudable que en sus palabras y en sus expresiones se advierte todavía, y a partes casi iguales, una innegable voluntad de reencuentro por un lado y un deseo evidente de acabar una historia que en estos momentos le provoca un gran desasosiego.
-       ––Puede que sea así. Yo sé que la sigo amando en la misma manera que ella ya no lo hace. Soy consciente, como también lo es ella, de lo que he perdido en esta historia de amor. Sé que antes la tenía sin tenerla y sé que ahora no la tendré nunca más.
-       ––Lo siento, de veras. Pero, consuélese; hay tantos casos parecidos al suyo…Piense en positivo y convénzase de que la única persona que se quedará a vivir siempre con usted será usted mismo. Los demás le acompañarán tan solo durante un tiempo y muchos de ellos pronto olvidarán hasta su propio nombre.
-       ––Lo sé, aunque eso no me sirva de consuelo. Tendré que habituarme a ello antes de que mi cerebro se convierta inexorablemente en “la oficina del alemán”, ya sabe; de ese alemán al que todos llaman Alzheimer. Gracias, de todos modos, por dedicarme su tiempo aunque a fuer de sincero tendré que decirle que no me ha servido de nada. Su profesión es bastante inútil. Cambiéla. También usted está todavía a tiempo.      
-       ––Lo pensaré. Pacientes tan desquiciados como usted constituyen la razón de mi entrega vocacional.   







miércoles, 5 de marzo de 2014

La edad invisible

 No somos invisibles. Gerardo no tiene razón. No es argumento haber sobrepasado una edad determinada para que ya no te miren, para que no te observen, para que no se interesen por ti. Eso lo dice porque seguramente ya nadie se fije en él. En mí sí.

 Hace varias semanas que me observa. Ayer incluso, en un cruce de miradas esbozó una sonrisa. Eso no se hace así porque sí. Cuando alguien te mira, sostiene tu mirada y al final te dedica un gesto de simpatía es porque está notando tu presencia y quiere decirte algo. Yo lo he percibido así, aunque el imbécil de Gerardo, que es un año mayor que yo y eso se nota, piense de forma contraria. Además, él es poco agraciado, desgarbado, se arregla sin ningún aliño, lleva usando la misma corbata y el mismo traje gris desde que le conozco. No lustra sus zapatos. Hay días que llega al trabajo sin afeitar y los cuellos de sus camisas están desgastados. Es normal que él sea un sujeto invisible a los ojos de los demás y mucho más a los de ella.

No es que esté obsesionado ni que pase todo el día pensando en lo mismo, pero reconozco que desde que llegó, hace ahora algo más de un año, he sentido una innegable curiosidad que me lleva a interesarme por ella de una forma más antropológica que otra cosa. A veces resulta esquiva y otras muy próxima, diría que cálidamente cercana. Pienso que su timidez, a fuerza de querer superarla, a días la esclaviza y a días la libera, esplendorosamente. Claro que con Gerardo tiene más contacto que conmigo; sus mesas están más próximas, trabajan para la misma sección y es obligado que ella deba consultarle asuntos relativos a la actividad de ambos. Están asignados a un departamento aburrido y ésa es la única razón por la que hablan más a menudo. Además, entre ella y yo se interpone una mampara excesivamente alta que aísla su mesa de trabajo de la mía e impide el contacto directo. En ocasiones he sentido ganas de hablar con el director y sugerirle que la redacción sea un espacio abierto y sin ningún tipo de separaciones. Esos pequeños y claustrofóbicos reductos donde se nos aísla de todo contacto no es lo más idóneo para una buena dinámica laboral. Yo, al menos, no necesito de ese falso ambiente de intimidad para desarrollar mi trabajo con normalidad. Recientes estudios sobre el rendimiento laboral de las empresas modernas indican que las oficinas luminosas y abiertas, donde la gente se ve y se comunica y en donde además sobrevuela una suave música ambiental son mucho más productivas que esta jaula en la que me encuentro y que no ha cambiado su fisonomía en los últimos treinta años. Si no fuese por su perfume cautivador el tufo a naftalina que desprenden estas estancias echaría para atrás a cualquiera. Nada es tan disuasorio como un olor desagradable. Por el contrario; ella es como un rayo de luz en medio de tanta tiniebla, como un aroma venido desde un remoto edén para impregnarlo todo con su esencia. Sin ella la oficina y el trabajo serían como estar condenado a perpetuidad en un oscuro y húmedo calabozo.

A veces he notado que, para escucharme y observarme, detiene su trabajo cuando yo tecleo febrilmente en mi ordenador apurado por la premura del tiempo, pero tengo que reconocer que, a mi vez, yo hago también lo mismo. Es una pena que traiga de casa el termo con café con leche y su bocadillo de media mañana porque la máquina de refrescos sería un buen sitio para el encuentro. Ella no va nunca. Hace tiempo me pasaba la mañana yendo y viniendo para hacerme el encontradizo hasta que, consciente de sus costumbres, desistí de mi empeño.

Un par de semanas atrás cambié mi ruta y tomé el 156; el autobús que ella utiliza para desplazarse de su casa al trabajo y del trabajo a su casa. En la cola me hice el remolón tratando de que no me viera pero una vez dentro, me situé al fondo para poder observarla con mayor tranquilidad confundido entre la gente que a esa hora punta abarrota el transporte público. Se pasó el trayecto, de unos veinte minutos, leyendo una revista sin apenas levantar la cabeza. Llevaba los auriculares puestos conectados a su mp3. No habló con nadie. Eso me reafirmó en el concepto que tengo sobre su carácter reservado y sobre la posibilidad de que su corazón no sea prisionero de ningún hombre.

Ya sé que mi fantasía me lleva a veces a imaginar mundos deslumbrantes pero, Tomasito Ruano, que es feo como un demonio y más soso que la mantequilla sin sal y al que le quedan dos telediarios para la jubilación, encontró hace un par de años una morena dominicana de muy buen ver con la que acabó por contraer nupcias. Ahora vive feliz o al menos eso es lo que él se encarga de ir pregonando, aunque luego vaya usted a saber; de puertas para adentro todos somos muy nuestros.

Se bajó en Mercedarias esquina con Sánchez Carbonell, mas tengo la sensación de que no vive en ninguna de esas dos calles. Cuando se alejaba con paso firme ladeando un poco su cabeza hacia la derecha como si un punto de timidez le impidiera mirar con la altivez que miran las chicas de hoy en día, pude percibir toda la belleza que encierra su figura. Si camináramos juntos yo la sobrepasaría en muy pocos centímetros pero no estaría tan seguro de eso si le diera por usar unos tacones algo más altos de los que habitualmente calza. El camal de sus pantalones azules oscuros era muy amplio y se bamboleaban graciosamente con cada paso, y el pelo, oscuro y largo, le caía en abundantes bucles sobre una camisa de seda blanca. Se colgaba en bandolera un bolso grande y blanco. Tiene porte y estilo cuando camina. Parece una modelo o una artista de cine.

Acaba de cumplir treinta y ocho y es de Toledo. Estudió Filología Hispánica en Madrid y ejerció como profesora auxiliar durante varios años en un instituto de Villarobledo. Todo eso, y algunas cosas más, las supe el día que me quedé en la oficina, intencionadamente tarde, y pude consultar los archivos de Personal. No ha tenido más trabajo que ése y el que ahora tiene en la redacción de la revista en la sección de cultura y ocio, donde Gerardo es el responsable. Yo llevo en deportes toda mi vida y para los pocos años que me quedan ya no cambiaré. Además, el periodismo de cualquier clase dejó de interesarme hace mucho.

Yo sé que Gerardo le ha dicho que vivo sólo y eso tal vez haya despertado en ella el interés que me muestra. Hace varias semanas al pasar ante mi mesa noté que desviaba su mirada hacia el marco donde coloqué hace tiempo la foto de mis dos nietos. Ya la he retirado. No me gustaría que pudiera pensar que soy tan mayor como para tener familia de tercera generación.

 No quisiera confundirme, pero desde que sé que me observa, he notado en ella un mayor esmero en su atuendo y compostura. No sabría decir exactamente en qué consiste, pero tengo la sensación de que se arregla más el cabello, cambia a menudo de vestuario, se perfuma más, ha elevado la altura de sus tacones y ahora se colorea los labios de una forma que antes no lo hacía. Son más rojos, o más brillantes, o más luminosos y  desde luego son más sugerentes y apetitosos cada día. Cuando pienso en la remota posibilidad de besarlos se me nubla el raciocinio.

Es una pena que su sección de cultura y ocio y la mía de deportes no tengan ni un solo punto en común. De lo contrario, ello me daría pie para intercambiar puntos de vista y a su vez, nos permitiría un mayor acercamiento aunque solo fuera en lo profesional. No voy a negar que a veces me he podido sentir un punto inquieto cuando la he oído compartir intereses laborales con el desaliñado de Gerardo. En ocasiones les he oído reír.


El momento clave se produjo ayer. Por una vez en mucho tiempo coincidimos los tres en el ascensor; ella, Gerardo y yo. El trayecto desde el sexto al bajo se me hizo muy corto. Su perfume matizaba la atmósfera un poco rancia de aquel pequeño cubículo. Fue a la altura del tercero cuando dirigiéndose a Gerardo, le dijo: “Señor Ledesma; no es por nada, pero debería esmerarse un poco en su forma de vestir. Aprenda del señor Alcalá que siempre viene impecable” Mientras le decía esto le recolocaba el cuello vuelto de su chaqueta. Luego, cuando salimos, me dijo con un innegable punto de picardía en su mirada: “¿Dónde compra sus corbatas? Aparte de ser elegantísimas tiene usted un gusto exquisito para combinarlas.”

Esta mañana le he dejado a Gerardo una nota sobre su mesa. Se va a quedar de piedra cuando la lea: “La invisibilidad, amigo mío – le he escrito – depende de uno mismo y a ti te queda mucho por aprender. Me temo que serás el eterno invisible. Creo que la historia de una corbata ––añadí–– terminará por transformarse en un nudo indestructible. Y si no; al tiempo.”

sábado, 1 de marzo de 2014

Tiempo de Carnaval

Se diría que el Carnaval es consustancial con la existencia del hombre; que su celebración se pierde en la noche de los tiempos y que con sus peculiaridades y matices todos los pueblos de la Tierra lo festejan.



A lo largo de los siglos el Carnaval ha ido perdiendo su significado primario.  En un principio fue un rito funerario en el que los enmascarados invocaban el espíritu de sus muertos para homenajearlos y unirse a ellos al otro lado de esa misteriosa frontera que sólo se franquea una vez. Era también un intento para experimentar la sensación de ligereza y libertad que deben sentir los que ya dejaron este mundo y gozan de un limbo etéreo en el que no existe ni la esclavitud ni sus cadenas.

El Carnaval de nuestros días es distinto. Ya no se invocan los muertos, al menos de forma manifiesta, sino que se exaltan aquellos sentimientos y potencias del alma que no pueden mostrarse durante el resto del año. Para ello se disfrazan; para que desde el anonimato se pueda transgredir impunemente la norma sin temor al castigo. Se trata, en definitiva, de adoptar el hábito de los muertos a los que ya nada se les puede reclamar. Por eso, el que se oculta detrás de un disfraz está persiguiendo, sin que él mismo lo sepa, la libertad que sólo puede disfrutarse cuando la muerte nos libera de nuestras bajezas, de nuestras malas pasiones, de nuestra mezquindad; en definitiva, de la opresión que nos aflige durante ese exiguo instante que separa el nacimiento de la muerte.

Los enmascarados saben que, por unas horas, serán seres del otro mundo a los que nada ni nadie podrá gobernar. Regresan desde sus tinieblas para ocupar pueblos y ciudades donde la norma impuesta los aprisiona en su diario devenir, en su demoledora rutina, en su continua frustración en pos de una imposible libertad, de una inalcanzable felicidad. Durante esos días, los enmascarados serán los muertos vivientes mientras que los vivos se transformarán en los muertos latentes.

No hay límites en el Carnaval. Es el delirio desbordante de los sentidos; la exaltación del sexo y la gula, la máxima expresión de los placeres prohibidos y los apetitos desordenados. Es la razón justificada para desatar el ahogo contenido, la posibilidad de erigirse en el rey de uno mismo, la sensación de saberse inmune ante el peligro, el pretexto incontenible para el exceso, la liberación irracional de los instintos para sentirse, al menos por pocas horas, dueño de su destino.

El Carnaval consigue exhibir, sin pudor, las maldades que quieren seguir ocultas. Es una manifestación de cándida resistencia contra el que nos oprime, contra el que nos aflige, contra el que coarta la libertad durante ese largo período del año en el que las reglas del otro carnaval cotidiano nos vienen inevitablemente impuestas.


Al final de las Carnestolendas, cuando el festín de don Carnal y doña Cuaresma concluye con la imposición sobre las cabezas pecadoras de la ceniza penitencial (memento homo quia pulvis eris et in pulverem reverteris) es otro el terrible y auténtico carnaval que nuevamente se instala en nuestro mundo para someternos a su regla.






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