sábado, 4 de octubre de 2014

Envejecimiento dramático.

Hoy, que ya estamos en otoño, me gustaría contarles algo sobre un  trastorno psicológico terrible y muy preocupante: la depresión que sufre una proporción elevada de personas que, en el otoño de sus vidas, ya atravesaron esa inhumana barrera de lo que se ha venido en llamar la tercera edad, con sus malas consecuencias.
"Los viejos de la sopa" F. Goya.
Sin darnos cuenta (¿o sí?), hemos creado un mundo cruel de viejos solitarios. Sobre todo en las grandes ciudades. No hay más que dar una vuelta por algunos parques o por determinados centros comerciales para ver la ingente cantidad de hombres y mujeres solitarios a los que la sociedad les puso el día que cumplieron 65 años la etiqueta de “inservibles” y que por matar el tiempo han encontrado en esos lugares de paso sus improvisados refugios.
Algunos son considerados a pesar de todo  como abuelos aprovechables. A muchos se les carga abusivamente con obligaciones más o menos domésticas, responsabilizándolos de unos nietos a veces difíciles de sujetar y aportando su granito de arena al sostenimiento de unos hogares jóvenes cada vez más desbordados por el trabajo, las responsabilidades, la ansiedad y la penuria.
Según las estadísticas socio-psiquiátricas, más de un 20% de la población de más de 65 años sufren manifestaciones, más o menos graves, de depresión. La mitad de ellos desconocen su problema. La tristeza del abuelo, su torpeza y hasta el descuido en su aspecto e higiene son considerados por su entorno como achaques irremediables de la vejez, cuando en realidad se trata de un auténtico estado depresivo tan grave que en algunas ocasiones les conduce al suicidio.
No creo que la sociedad sea consciente de que a estas edades el autoexterminio por diferentes métodos alcance sus cotas más altas llegando a representar un 15% en el cómputo total. Afortunada o desafortunadamente la torpeza o el propio estado depresivo hace que sólo consigan quitarse la vida uno de cada cuatro ancianos que lo intentan.
Y en el fondo es comprensible. El jubilado, de un día para otro, pasa de la capacidad completa a la absoluta invalidez, ignorado por una sociedad a la que sirvió durante tantos años. Si a esto sumamos la merma en los ingresos por unas pensiones en muchos casos raquíticas que obligan a cambios drásticos en sus modos de vida o  la pérdida del cónyuge con el que han compartido años de convivencia, es lógico pensar que el cataclismo psicológico en el que se ven envueltos, con el agravante de la falta de comprensión del entorno, les haga adoptar resoluciones catastróficas.
No hay que tomar a la ligera los insidiosos síntomas que presentan estas personas. Las cifras son escalofriantes. Según datos del Instituto Nacional de Estadística, en 2008 fueron más de mil los suicidios de personas mayores de 65 años, que previamente ya habían manifestado esas tendencias y que en muchos casos habían acudido al médico de cabecera buscando un apoyo imposible. El 80% de los que se quitan la vida son varones. También en esto las mujeres tienen una pequeña ventaja.

Pues por si no lo sabían, ya se han enterado de la tragedia que a diario sufre un grupo muy numeroso de mayores, acogidos muchos de ellos en centros para viejos, a los que la sociedad llama con ternura “centros de acogida para la tercera edad” con lo que nuestras poco comprometidas conciencias quedan a salvo de reproches. Un drama.