viernes, 14 de febrero de 2014

Et maintenant…

Llegué con retraso. Apenas con el tiempo justo para hacer los trámites antes de pasar a la zona de embarque. En aquellos años la gente viajaba menos en avión y los controles de seguridad eran inexistentes. Mientras me apresuraba por los pasillos buscando la sala número 2 escuché mi nombre por la megafonía en la que se me conminaba a subir al avión antes de que cerraran las puertas.
     Embarqué in extremis gracias a la paciencia de una amable azafata quien al verme aparecer, sofocado, me echó una mirada de comprensivo reproche y me ayudó con el equipaje de mano. Luego, sonriente, me acompañó a mi asiento.
     De inmediato, aquel Caravelle  de Air France hizo rugir sus motores y en un santiamén levantó el vuelo hacía París. A través de la ventanilla contemplé los destellos blanqui-azules de un Mediterráneo en calma que, con ternura, acariciaba con su espuma los pétreos espigones del puerto de Marsella.
     No reparé en mi vecina de asiento hasta después del despegue, cuando nos autorizaron a desprendernos del cinturón de seguridad y permitir a los impacientes fumadores prender sus insanos cigarrillos (¡Qué tiempos aquellos!).


     Primero, la oí suspirar y después, sollozar ténuamente. La miré de reojo simulando interés por el cada vez más distante paisaje que podía verse a través del minúsculo ventanuco. Luego me acomodé en mi asiento y abrí una revista.
     Aquella muchacha no daba tregua a su llanto. Alternativamente, suspiraba, sollozaba, se sonaba la nariz casi de modo imperceptible y hundía la cara entre sus manos temblorosas.
     —¿Se encuentra bien? —le dije, al verla en ese estado— ¿Puedo hacer algo por usted? ¿Le da miedo volar? ¿Quiere que llame a la azafata para que le traiga un poco de agua? Se sentirá mejor si bebe algo.
     —Gracias —me respondió, desde el fondo de una mirada dulce donde se condensaban todas las tristezas de este mundo—. Estoy bien…, casi bien. Son cosas mías. Lloro por todo. No se preocupe.
     —No, no es cierto —le dije—. Siempre se llora por algo —añadí en un tono jovial tratando de aliviar su tristeza.

     La chica de ojos azules y cabellos rubios se alisó la falda y no dijo nada. Cuando me miró de frente constaté que era muy bonita. El llanto había enmarcado el óvalo de su rostro en un rojo fulgurante que la hacía todavía más sensible, más vulnerable. Entre sus manos atenazaba un pañuelo arrugado con el que enjugaba sus lágrimas desbordantes y con el que se sonaba, apenas, una pequeña naricilla que sobresalía como un botón bermejo entre sus dos pómulos, redondos como manzanas.
     —¿Y qué voy a hacer ahora? —dijo, al fin, mientras derramaba su vista sobre la inmensidad de un cielo que se colaba insolente a través de la ventanilla— ¿Qué va a ser de mí? ¡Tanto tiempo para nada! ¿Qué voy a hacer ahora? ¡Tantas noches de desvelo! ¡Tanto amor malversado? ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Qué va a ser de mí? ¿Para que querré ver un nuevo día si él ya no estará conmigo? ¡No quiero volver a París! ¡No quiero volver a pisar las calles donde anduve con él ni las arenas de las playas donde nos bañábamos juntos! ¿Y ahora, qué voy a hacer?
     Geneviève, que así se llamaba la chica de los llantos, me explicó entre sollozos que acaba de poner fin a su relación sentimental con Jean Pierre, su novio marsellés al que había conocido durante los veraneos familiares en las costas del Mediodía. Llevaban cinco años de un apasionado amor juvenil, ahora truncado. Ella acababa de cumplir diecinueve.
     Unas turbulencias fueron la excusa para tomar su mano entre las mías. Traté de consolarla, inútilmente, mientras ella continuaba preguntándose: “¿Y ahora qué voy a hacer?” “¿Qué será de mi vida sin él?”
    Le rogué que no llorara, le dije que todavía era joven y muy bonita, que nuevos amores llegarían a su vida, que tomaría el sol en otras playas y bañaría su cuerpo en otros mares, que recorrería nuevas calles y viejas plazas del eterno París. Pero su dolor era tan intenso como inconsolable su amargura.
      Parecía más calmada cuando aterrizamos en Orly. Ya no lloraba pero las huellas de su tragedia íntima seguían patentes en la dulce tristeza de su mirada.
    Mientras rodábamos por la pista camino de la terminal saqué una pequeña libreta de mi bolsillo y anoté mi número de teléfono.
     —Me llamo Gilbert —le dije, tendiéndole el papel—, Gilbert Bécaud. Mañana haré un concierto en el Olympia. Dejaré en taquilla una entrada a nombre de “Geneviève. Me gustaría volver a verte.

     —Sé de sobra quien eres ¿Quién no conoce en Francia a Gilbert Bécaud? —respondió, exhibiendo una tenue sonrisa que me compensó de la angustia acumulada en aquel vuelo melancólico.
     Nos despedimos en la sala de equipajes. Su maleta era inmensa. Me dio por pensar que en ella acumulaba todos los recuerdos íntimos y bellos que no consiguió enraizar en el corazón de su amado.
     Al llegar a casa, instintivamente, me senté frente al piano. Quería contar al mundo mi experiencia de aquel extraño viaje desde Marsella a París. Lo que no sabía es que instantes después comenzaría a componer la más célebre de todas mis canciones:

     Et maintenant que vais-je faire. 
De tout ce temps que sera ma vie. 
De tous ces gens qui m'indiffèrent. 
Maintenant que tu es partie. 
Toutes ces nuits, pourquoi, pour qui. Et ce matin qui revient pour rien. 
Ce cœur qui bat, pour qui, pourquoi, 
qui bat trop fort, trop fort…”
     “¿Et maintenant que vais-je faire? ¿De tout ce temps que sera ma vie…?”


     La busqué en el concierto del día siguiente pero no la vi. Era un catorce de febrero, Día de san Valentín, en la sala Olympia de París.



     Durante muchos años canté miles de veces “Et maintenant” y siempre que el piano desgranaba sus primeras notas, la imagen de una bella y triste enamorada volvía dulcemente a mi memoria.