martes, 25 de febrero de 2014

Mis diálogos con Frois (I): "El Golpe"

 ––Quisiera que me ayudara en una idea que me obsesiona.
 ––Usted dirá.
 ––Lo del golpe. Se lo comenté no hace mucho.
––Me lo esbozó hace unas semanas. Pero fue algo muy inconcreto que apenas recuerdo. No tenía forma.
 ––Tiene mala memoria, doctor Frois. Si mal no recuerdo, fui bastante explícito en mi planteamiento inicial.
    ––Inténtelo de nuevo. La descripción detallada de los escenarios es fundamental para elaborar un juicio psicoanalítico eficiente.
––No le hablé de ningún escenario. Le narré los pensamientos obsesivos que desde hace años dominan mis sueños y últimamente mis estados de frustración y desánimo. Si no le interesa o usted entiende que no es relevante para nuestro propósito pasaré a otro tema.
 ––No, por favor, hágalo, sobretodo si hoy es el día indicado para que elabore una coordinada cascada de acontecimientos subconscientes o de pensamientos obsesivamente dominantes.
 ––No estoy seguro que sea hoy el día más adecuado para abordar semejante asunto.
 ––Bueno..., eso depende de usted y de su estado de ánimo.
––Usted vivió el golpe, ¿no?
––¿A qué golpe se refiere?
 ––Al de la asonada militar del ochenta y uno que encabezó el teniente coronel Tejero entrando en el Parlamento como un elefante en una cacharrería.


 ––Y ¿qué tiene que ver aquello con lo de ahora?
 ––Pues que a mí me obsesiona la idea de dar otro.
 ––No sabía que fuese usted militar.
––No, no lo soy
––¿Entonces?
 ––No hace falta ser militar para hacer eso, como tampoco hace falta ser médico para tratar cualquier enfermedad banal ni se requiere ser abogado para hacer un enfoque juicioso en una causa justa. Y para ser sincero le diré que para ser psicoanalista tan sólo hace falta tener un diván como éste, un poco de paciencia y una marcada tendencia a la introspección y al aburrimiento; sobretodo al aburrimiento.
  ––Es usted muy directo.
  ––Los circunloquios no van conmigo.
––Oiga, pero para dar un golpe se requiere algo más que la voluntad de darlo.
––Según se mire. Aquellos del 81 tampoco es que lo tuvieran muy bien planeado, pero como usted y yo sabemos la intentona golpista no fracasó por eso, sino por otras causas.
 ––¡Ah! ¿Sí? ¿Cuáles?
––Usted las conoce tan bien como yo y no es momento ahora para entrar en detalles.
  ––Sus planteamientos resultan, a veces, tan incoherentes que tratar de encadenarlos en una secuencia psicoanalítica razonable saturan de manera desbordante los principios por los que los nos venimos rigiendo desde los tiempos de nuestro padre Freud.
 ––Pero, coincidirá usted conmigo, que eso pertenece exclusivamente al ámbito de su estrategia profesional y que a mi tanto me da. Si no desea que le hable de mis fantasías o si sencillamente hoy no está de humor para aguantar monsergas, ahora mismo me levanto, me voy y no le pago la consulta.
  ––Quédese y no me haga perder los nervios como en otras ocasiones que es mejor no recordar. Si es su deseo continúe con lo del golpe.


 ––¿Vivió usted aquellos momentos con la intensidad que lo hizo todo buen español?
  ––Yo nunca he sido un buen español sino un exccelente profesional de lo mío y a eso me atengo, y por el mismo principio por el que se rigen estos contactos, usted debería de hacer lo propio.
 ––Pero ¿estuvo o no estuvo de acuerdo con lo que ocurrió de leones para adentro en aquel palacio de la Carrera de San Jerónimo?
 ––Con todo los respetos, eso es asunto mío.
 ––Si no me facilita una ligera pista me impedirá proseguir con las secuencias.
––¿Estuvo de acuerdo usted?
 ––¿Yo?  ¿Con qué?
 ––¡Con el golpe! ¿No estamos hablando del golpe?
––Pues justamente de eso es de lo que hoy quería hablarle.
––¡Hágalo, diantres, de una vez! ¡Me está haciendo muy difícil el diálogo! Si persiste en esa actitud cerarré el pico en lo que queda de sesión y le dejaré navegar en solitario en el proceloso abismo de sus atrabiliarias imaginaciones.
  ––Mi planteamiento es muy simple.
––No lo creo, nada en usted es simple. Cada día lo encuentro más enrevesado.
 ––Para eso le pago.
 ––Pero eso sólo le da derecho a tumbarse en ese diván y a soltar cuanto se le ocurra en la media hora que hemos acordado.
 ––Dígame, entonces: ¿se le ha pasado alguna vez por la cabeza dar un golpe de estado aprovechando un pleno en el Parlamento?
 ––¡Jamás!
 Lo suponía, no tiene usted pinta de golpista.
 ––¡Vaya! Es usted muy considerado y se lo agradezco por la parte que me toca.
 ––¿Quiere que juguemos en lo que nos queda de tiempo a dar un golpe?
––¡Está usted loco de remate!
––Puede, pero el juego que le estoy proponiendo, a usted, como psiconalista, le puede dar mucho juego y perdone el juego de palabras.
 –Vale. Empiece.


––Si yo soy Tejero y usted Armada ¿qué estrategia inicial se le ocurría plantear para sacar el mayor éxito del proyecto golpista?
 ––Pues…entrar en el Parlamento como aquella gente lo hizo y acometer los detalles con otra estrategia más contundente y resolutiva. Aquello, con todos los respetos para los que lucharon por una causa que creyeron justa, fue una chapuza lamentable. A Dios gracias.
––Estoy de acuerdo con usted, general Armada, pero…
—Le prohibo, taxativamente, que me llame general Armada como yo me abstendré de llamarle a usted coronel Tejero. Un juego no nos puede llevar a extremos tan ridículos.
  ––Pero, ¿estamos o no estanos cada uno en su rol como al principio habíamos propuesto?
 ––Creo que esto está yendo demasiado lejos y es mi obligación hacerle una llamada más a la moderación que al orden. Limítese a narrar su onírica fantasía y no trate de involucrarme en ella.
De acuerdo. No le llamaré general Armada. ¿Cómo debo proceder entonces?
––Limítese a la narración procurando que yo quede totalmente al margen.
––¡Imposible! El juego perdería no sólo su enfoque psicoanalítico sino lo que es peor, su función pedagógica.
 ––Si es por esa causa y tan sólo por esa causa, se lo acepto.
 ––Gracias.
––No hay de qué. Prosiga.
 ––Entonces, mi general, (observe que he omitido a requerimiento suyo el apellido “Armada”) si usted pretende dar un exitoso golpe de “E_s_ t_ a_ d_ o”, y note que he pronunciado lenta y minuciosamente el término “Estado” con toda intención, y usted como máxima autoridad golpista, a mí, al coronel Tejero, me envía al Parlamento con un aguerrido grupo de guardias civiles entregados a la causa, ¿qué hace mientras tanto? ¡¿eh?! ¿En qué emplea ese tiempo tan crucial?
  ––No sé…¿Esperaría en mi despacho el resultado de sus actuaciones quedando permanentemente pendiente de su llamada telefónica? No se me ocurre otra cosa.
 ––¡Nooooooo!  ¿Se da cuenta ahora? Ese fue el gran error al tiempo que el gran misterio que concurrió de forma sorprendente en aquellas horas en las que un país a la deriva estaba pendiente de la radio y el televisor hasta, más o menos, la una de la noche.
––¿Y?
 ––Me sorprende que sea usted incapaz de no ver más allá de sus anteojos la auténtica estrategia de un golpe de Estado en toda regla. Le vuelvo a repetir: ¡g_o_l_p_e   d_e   E_s_t_a_d_o!
 Sí, golpe de estado, pero no porque lo diga usted con entonación para tontos, sus palabras van a tener más trascendencia que las que se dicen en un tono coloquial.
––Seré más explícito: ¿Quién manda en el Estado?
––¿Antes o después de Franco?
 ––¡Joder! Estamos en mil novecientos ochenta y uno. Franco ya había cumplido su sexto aniversario como difunto.
 ––Ya. Ahora caigo, usted se refiere al rey.
  ––¡Pues claro! ¿Y qué hacía el rey mientras tanto?
––Oir la radio, supongo.
––Oír la radio…oír la radio. ¿Le molestó alguién? ¿Hubo tanques a la puerta de su casa o soldados con subfusiles amenazantes? ¿Lo llevaron preso a algún sitio para tenerlo controlado como J-e-f-e  d-e-l   E-s-t-a-d-o?
 ––Ahora que lo dice…no lo recuerdo
 ––Extraño ¿no?
 ––Si usted lo dice…
––No lo digo yo, lo dicen los que sabiéndolo callan.
 ––Bueno, bueno, déjese de suposiciones que ahora ya no valen para nada. Además se le acabó el tiempo. Seguiremos otro día con el tema.
 ––No habrá tema ni día. No me interesa seguir con un psicoanalista que no sabe enfocar un planteamiento mínimamente razonable de lo que es un golpe de Estado.
 ––Pero ¿está usted en ello?
––¿En qué?
––En lo del golpe.
     ––Eso no lo sabrá jamás.