domingo, 26 de abril de 2015

"El Declive" (Géminis)

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GEMINIS

Desierto de Palmira (Siria). Abril.

La magia de los desiertos no está en sus noches estrelladas y negras sino en la energía que desprenden sus arenas calientes.
            Es noche cerrada cuando, al fin, después de un viaje interminable el autobús apaga su rugiente motor ante un magnífico hotel que imaginas como un auténtico espejismo. Al intenso calor del día se le ha encarado una noche austera y fría. La primera impresión es agradablemente llamativa.             El vestíbulo principal está recubierto de magníficos mármoles multicolores, columnas salomónicas rematadas por aparatosos capiteles corintios y ornamentado con estatuas de imitación faraónica que ponen el contrapunto hortera a tanto esplendor desmesurado. En los tresillos, de dimensiones gigantescas, se acomodan gentes de todas las lenguas. Hablan en alto y ríen. Todos parecen ser felices, como también lo eres tú.  Irene, sirviéndose de su inglés turístico y elemental, te ayuda a entenderte con la amable recepcionista de profundos y expresivos ojos azabache. Le pides una habitación con cama grande. No entiende. Pensaba daros dos camas twin de grandes proporciones, es, según ella, lo que prefieren la mayoría de las parejas para alcanzar un buen descanso. No es un buen descanso lo que buscamos, dice Irene en español mientras te mira con picardía, sino un buen orgasmo, concluye mientras te da un golpe cómplice con su rodilla. Los dos reís ante la indiferencia de la recepcionista. Al final accede a lo que le pides. Shukram, le dices cuando te entrega la llave haciendo gala de la única palabra que has aprendido del árabe. “Eres un experto en el manejo de las lenguas, un auténtico políglota y si no que me lo pregunten a mí”, te dice Irene bromeando y cargando toda su frase de una manifiesta doble intención.
            La habitación es espléndida, la cama de reglamento, y el agua, caliente y abundante, os parece algo completamente irreal tras varios días de vagabundeo por los desiertos sedientos. No hay mucho tiempo para darse un baño relajante pero sí el suficiente para robarle al ensueño unos minutos apresurados de un amor urgente y alocado. La abrazas y os dejáis caer sobre la cama, riendo. La tocas por todos los rincones de su cuerpo y le arrancas la ropa a tirones. Así empieza el juego que siempre os lleva al éxtasis mutuo.
            “Déjame ahora, hombre”,  dice ella en un tono que refleja más consentimiento que rechazo. “Estoy sudada y hasta debo oler mal. Déjalo para luego, será mejor”, añade. Pero no lo haces, porque sabes que uno de sus deleites secretos es el placer que, como toda mujer, siente frente al acoso implacable. Y sigues con el juego en el que ella asume el papel de acosada y tú el de acosador agresivo, perpetuando de esta forma la sinfonía amorosa que todos los animales vienen interpretando desde los tiempos en los que la luz invadió el mundo. Mientras lames las flexuras de sus codos y mordisqueas su cuello y sus labios, notas que su cuerpo, poco a poco, va abriéndose para ti como una rosa fresca que acabara de estrenarse en la abrupta primavera damascena. Y seguís el juego; porque tanto ella como tú sabéis que nada ni nadie os va a detener ante esa urgencia imparable.
            A través del inmenso ventanal se cuela el firmamento cuajado de estrellas titilantes que hacen más inmensa la bóveda del universo y bajo la que os sentís dos seres tan mínimos como próximos. Las noches en los desiertos, piensas mientras la vas desnudando, son más bellas y profundas que en cualquier otro lugar del mundo, son además mucho más noches y hay que hacer de ellas un edén irreal para el goce pleno de los sentidos.
   —¡Para!, —te dice  sin convencimiento alguno—. ¡Las bragas no, por favor! Déjalo para luego —insiste en un tono de falsa súplica mientras una sonrisa pícara delata su irrefrenable deseo—. No me provoques. Para y no sigas— repite con calculada vehemencia—. No hay tiempo, mi amor, no hay tiempo —te susurra al oído.
   Pero tú sabes que sí lo hay, siempre hay tiempo para el amor, como también sabes que ella jamás te perdonaría si ahora detuvieses tu impulso.
   —Hay que darse prisa —dice cuando habéis terminado—, si nos retrasamos perderemos el autobús que nos llevará a la jaima  y los 30 dólares por cabeza que hemos pagado por la cena con espectáculo.
   No os importa hacer el turista y someteros a su yugo. Os sentís por encima de vosotros mismos.
   —Me has dejado a medias, —te grita desde la ducha—, me resarciré a la noche —concluye entre risas.
   La temperatura sigue cayendo despiadadamente. Hace el  frío suficiente para que ella te pida que la rodees con tu brazo y la acurruques contra tu costado. La pequeña diferencia de estatura te permite encajarla en tu cuerpo como la llave en la cerradura. Hasta en eso la encuentras perfecta, como hecha para ti en un diseño exclusivo. Irene se siente a gusto y tú lo sientes y te gusta.   Intermitentemente, la estrechas contra ti al tiempo que besas su frente y sus mejillas que ahora empiezan a colorearse por el efecto compensador de las candelas sobre su rostro frío. Luego vienen las pequeñas colas ante los puestos de comida para coger aquí el cuscús, allí la ensalada y el pan pita y más allá el cordero asado aromatizado con especias sugerentes que te recuerdan los olores que has percibido leyendo  los cuentos de Las Mil y Una Noches.
            Dentro de la jaima, hecha con pieles de oveja y alfombrada con tapetes de mil colores, te acomodas entre mullidos cojines y pequeños escabeles procurando que su cuerpo quede muy pegado al tuyo. Os reís como niños con todo lo que estáis viendo y oyendo y os dais a comer a la boca, uno a otro, las viandas que habéis acarreado. Ella te cuida con esmero y tú te dejas llevar, encantado. Crees que la jaima sólo ha sido hecha para vosotros dos. Todo lo demás no cuenta. Intermitentemente, os unís al coro de palmas para acompañar las estridentes chirimías de los músicos árabes. Coméis y bebéis mezclándolo todo a un tiempo y regándolo con la única bebida posible: una pálida cerveza local, sin apenas cuerpo ni fuerza. Miras a Irene y la ves como siempre, serena y bella como ninguna otra mujer en la tierra. Su presencia te da fuerza, su contacto te proporciona la seguridad que tal vez nunca has tenido y el futuro, hoy más que nunca, te acompleja y te atenaza porque tus entrañas se estremecen por el miedo a perderla.
   La música es alegre dentro de su tradicional monotonía. Y de repente, sin que apenas te des cuenta,  ella ha sido tomada por uno de los danzarines sirios incorporándola al ritual de un baile ancestral y sincopado marcado por el compás de los panderos y los golpes secos del tambor. Destaca sobre todos y a ti se te antoja, de súbito, que Sheherezade reencarnada ha vuelto a tu mundo de ensueños boreales. Sus bucles del color de la canela, sus ojos de mar de agosto, su talle juncal y sus caderas de caja de laúd hacen de ella la más bella danzarina que nunca vieron los desiertos del Cham. Te emociona mirarla y te sientes feliz como nunca sabiéndola tuya, pero ¿lo es?. Te vuelve a sacudir el dolor de la duda. 
   En la segunda vuelta ella te reclama y te unes a la danza enlazándola por el talle y notando que tu corazón, que se sentía abandonado,  ha sido capaz, al fin,  de acompasarse con el ritmo que va marcando el suyo. Te sientes vivo viéndola a ella viva y feliz y deseas que la noche de los desiertos no acabe nunca para vivirla eternamente junto a ella, para morir si fuese preciso entre sus brazos, amándola como lo estás haciendo ahora, como jamás lo hiciste antes, como estás seguro de que lo harás durante el resto de tu vida.
   —Salgamos y bailemos alrededor de las candelas —te dice riendo y bailando, mientras te toma de la mano y tú la sigues sin oponer resistencia.
   Y vuelves a contemplar extasiado su silueta espléndida recortada por la sombra que le dan las llamas mientras te dejas llevar por el ritmo lánguido que marcan los montes de sus caderas y el movimiento flameante de sus brazos, mientras va marcando, voluptuosamente, todos y cada uno de los tiempos de una evocadora danza  bajo un mágico cielo decorado por un tímida luna menguante. No sabes si estás ante un espejismo de los desiertos o por el contrario se trata del milagro de ese amor que tanto tiempo anduviste buscando y que ahora ha venido a rescatarte.
            Cuando cesa la música y ella detiene su danza viene hacía ti y te abraza y te besa con emoción  y tú vuelves a estrecharla contra ti con la misma fuerza con la que un náufrago se aferra a su tabla de salvación y con la misma ternura con que se sostiene entre las manos a un pájaro que ha caído del nido.
   Un joven danzarín de ojos noche os observa y ríe complacido. Para ti es la prueba definitiva de que el amor sigue vivo. 
   La noche preludia embrujo y pasión y no te estás equivocando. Bajo el cielo del desierto se consuma el amor una vez más. Luego, la pasión va dando al paso al sosiego y el sosiego al sueño y el sueño al ensueño. La noche del desierto ha cumplido una vez más su sagrado ritual y tú se lo agradeces.

Continuará...

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jueves, 23 de abril de 2015

"El Declive" (Tauro)

"EL DECLIVE" (Novela)




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TAURO

Ya sabes que estás viendo el tiempo en que todo acaba y que no son horas para sueños diletantes. Te costó tiempo asumirlo y más aun aceptarlo. Ahora ya está. Sólo queda deslizarse por su pendiente hasta llegar al final. Sin dolor, si es posible.
   El campo está todo blanco. Hace varias semanas que no llueve. El frío es intenso, cruel. La atmósfera, entre los humos tóxicos que emana la industria y los gases infectos de los coches, se vuelve día a día más irrespirable; son incomodidades que una tras otra van  haciendo de la ciudad un lugar inhóspito, insoportable. A lo lejos, los edificios más altos se adivinan como fantasmas emergentes entre la neblina sucia y el cielo gris.  Por la ventanilla se cuela un sol de enero, tímido y tibio, que ha nacido hace pocos minutos. Su reflejo contra la escarcha tiñe de nácar los pastos secos, cegándote. Desvías la mirada hacia el interior del vagón sin  fijarla en nada ni en nadie.  Todo pasa en un tiempo irreal.
   A esas horas de la mañana el tren de cercanías va abarrotado de gentes somnolientas que se resisten a aceptar las pequeñas tragedias que se adivina en sus rostros. Van a sus trabajos. Se les ve con desgana, sin ilusiones, casi forzados a aceptar un destino que no han planeado, como irían los condenados a galeras en los tiempos pasados. A través de sus tristes semblantes se puede adivinar lo que sus pensamientos ocultan. No puede ser feliz quien está obligado a tomar cada amanecer un tren de cercanías repleto de gentes tristes para acudir al trabajo. Deberían de estar prohibidos, piensas. Peor es el coche. Hace tiempo que decidiste dejarlo aparcado para siempre, bueno, para casi siempre, porque sólo lo sacas muy de tarde en tarde para escaparte a tu casa del mar, para sentarte en la misma piedra donde dejas que tus sueños se escapen hacia un pasado irrecuperable pero que para ti es balsámico y adormecedor.       La ciudad se ha hecho insufrible. Ya no sabes quien tiene la culpa de todo este caos. Hay demasiada gente aglomerada en un callejero que ya no da más de sí. Le has escrito muchas cartas al alcalde ofreciéndole soluciones. No se ha dignado contestar a ninguna, ni siquiera sabes si las habrá leído. “No sirve de nada, ilustrísimo señor,  seguir haciendo más puentes”, le has dicho, “ni más túneles, ni más zanjas, ni más pozos, ni nuevas autopistas... Al final, el inmenso socavón que esta pronto por llegar, se lo tragará todo”, le has hecho saber. Un puente de mayo te diste cuenta de la perfecta solución y así se lo dijiste en una de tus cartas, en una de las muchas que jamás contestó. “Madrid sólo está preparado para acoger a la mitad de sus habitantes”, le escribiste. “Ordene su señoría”, añadías, “que la mitad de los habitantes salgan a la calle por días o por semanas o por meses o por años y que la otra mitad se recluya en sus casas. No es la solución ideal, pero puede funcionar”, concluías. “Disfrutaríamos de una ciudad más sosegada y habría la mitad de atropellos, la mitad de robos, la mitad de crímenes y sobretodo la mitad de infartos de los que a diario sucumben ante el imperio del caos.”
   Son treinta y dos  minutos hasta llegar a tu destino; un tiempo demasiado largo si se tiene prisa y un período demasiado corto si se quiere hacer algo para matar aquella media hora muerta. No hay tiempo para enfrascarse en una lectura, ni para escribir un pensamiento repentino que nos ayude a ir tirando, ni mucho menos para entablar una conversación estéril con algún compañero de viaje tan desasistido de sí mismo como lo estás tú. Hablar con desconocidos en un tren de cercanías, en los tiempos que corren, es algo trasnochado y fuera de lugar; se diría que hasta prohibido e irreverente. Las gentes de nuestro tiempo quieren vivir solas, aisladas en sus pequeños e infranqueables mundos de miseria. Algunos se aíslan en la lectura del periódico, otros se escudan detrás de sus auriculares, y la mayoría cierra los ojos para rescatar un sueño inestable. Por eso, tú también los cierras; para dormitar y pensar en algo irreal que te saque de tu mundo de rutina y de tus vivencias de hastío.
    La pasada noche no ha sido buena, como casi todas las noches de los últimos días de los últimos años. Demasiadas vueltas en la cama vacía para conciliar un sueño que traiga el equilibrio necesario. Los fantasmas no te lo permiten, te visitan todas las noches aunque no los invites. Vienen, te atormentan y se van con el timbrazo impertinente del despertador. Luego viene lo de siempre; un levantar cansino, la pasta de dientes, la crema de afeitar, la ducha y el café cargado de malos augurios salpicado con las malas noticias que desgrana la radio. Y luego el tren de cercanías.
   En el trayecto te has entretenido haciendo un análisis apresurado de lo que te ha traído la vida en los últimos cinco años desde que Irene te dijo adiós frente al puerto de Áqaba. Lo haces a menudo, más para exculparte que para buscar la luz que te oriente en tu larga cadena de fracasos.  Llegas rápido al resultado final: “mal balance”, concluyes. Y todavía te exculpas. Tú no has podido provocar, deliberadamente, lo que el día a día ha ido haciendo con tu vida, en lo que ha quedado de ese destino final que imaginaste maravilloso cuando dejaste una vida de rutina para abrazar otra llena de color y de esperanza. Y tus pensamientos, alocadamente,  saltan como felinos feroces desde Madrid a Damasco o desde Nueva York a Petra buscando afanosa e inútilmente la causa de tu fracaso. Has empezado a vivir el tiempo en que todo acaba, el tiempo en el que hasta los recuerdos mueren.
   Y no lo quieres aceptar.

   Llegas pronto a la emisora. En tu mesa de trabajo ya han acumulado las hojas que van a servirte de referencia para esa mañana y que casi nunca utilizas. Prefieres vomitar ante el micrófono, espontáneamente,  tus propias reflexiones en lugar de seguir un guión encorsetado hecho por quienes no saben lo que es hacer buena radio. Te crees diferente, superior, con más inteligencia emocional y con mucha más experiencia que ellos, pero sabes que en el fondo darías lo que fuera por ser como cualquiera de aquellos: más joven, más confiado, menos triste.
   Al programa estrella de la mañana le quedan menos de diez minutos. Miras con envidia mal fingida a su conductor. Él es ahora la estrella como lo fuiste tú en otro tiempo. Ellos, los de la primera hora, los del prime time; los de las noticias candentes, los de los comentarios agudos y las tertulias de opinión, son los que, para cuando te pones delante del micrófono,  ya se han llevado toda la audiencia dejándote a ti las migajas. Sabes que tu magazine interesa poco a la gente que a ti te gustaría tener de oyentes, por más que luego trates de falsear los datos de una audiencia inexistente. Como cada día irás desde el chismorreo de famosillos hasta las recetas de cocina pasando por los consejos de un médico bobo en cuyas manos no te pondrías ni para sajarte un grano.  En ese tiempo corto de espera, recompones tus ideas y retocas tu corbata como si te dispusieras, como hace años, a presentar tu programa estrella en televisión, cuando tu vida era feliz y estable y tu futuro optimista.
   Te acomodas en tu asiento, colocas los auriculares en tus orejas e indicas con un gesto al control que se lleve la sintonía de fondo para que poco a poco vaya entrando tu palabra repleta de mentiras huecas y esperanzas vanas dedicadas a una audiencia de amas de casa desesperadas y de ancianas llenas de soledad y recuerdos imposibles. 
   Todo te parece más pesado cada día. Y nada puedes hacer para remediarlo.
   Estás atrapado.

Continuará...

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domingo, 19 de abril de 2015

EL DECLIVE (Aries)

EL DECLIVE (Novela de ficción)

Nota del autor:

Muchos de los escritores que publicamos en plataformas digitales o en editoriales convencionales lo hacemos, no con el ánimo de vivir de esa actividad, sino por otras poderosas razones de carácter personal e íntimo. En mi caso, sencillamente, porque me gusta escribir y porque haciéndolo vivo varias vidas en las vidas de los personajes que creo en un mundo de irrealidad y ficción. También nos sentimos gratificados sabiendo que hay lectores que se interesan por nuestras obras. Todo eso, tan simple, justifica y compensa las muchas horas de trabajo (de sufrimiento a veces) que se pasan ideando escenas y personajes que brotan de la imaginación, por un lado, y de las experiencias vividas, por otro.

Algunas de mis obras ya fueron publicadas en papel y otras se exhiben en plataformas digitales a escala mundial. Algunas fueron traducidas a otras lenguas y muchos lectores se tomaron el amable trabajo de enviarme sus comentarios sobre la obra leída. Gracias a todos.

En este blog me propongo exponer, capítulo a capítulo, post a post, algunas de mis novelas para los que quisieran leerlas por el antiguo sistema al que llamaron "por entregas". Lo viejo, si es bueno, pervive para siempre.

Trataré de hacer dos entradas por semana. Los que quieran subscribirse automáticamente lo pueden hacer dejando su email en la frontpage de este blog.

Empezaré por "EL DECLIVE" una novela que se resume de la siguiente forma:

"Cuando se está en la plenitud de la vida, cuando el éxito profesional, social y económico es algo consustancial con la existencia, cuando el amor es estable y la familia que se está formando crece en salud y en armonía, el hombre no concibe que todo bien es perecedero, que el determinismo de su pequeña historia viene condicionado por unas circunstancias que casi nunca se buscan, que casi siempre se presentan de forma inesperada y que la mayoría de los hombres, estupefactos, se dejan arrastrar por esos adversidades sin hacer nada para combatirlas. 
Los personajes de este relato son seres corrientes, como la mayoría de nosotros; hombres y mujeres de éxito cuyas vidas se cruzan, accidentalmente, sin que ellos lo determinen, sin buscar ese final que tampoco merecen. Nos puede ocurrir a todos. ¿Te has parado a pensar que podría ocurrirte a ti? Esta novela te hará reflexionar sobre ello. 
En esta historia de ficción, Teo, Irene, Lucía y Elías, cuatro controvertidos personajes a su estilo y manera, hombres y mujeres de éxito, configuran un cuadrilátero de afiladas aristas, de sendas de rosas y espinas por donde dejan deslizar sus vidas en busca de una difícil estabilidad; de una inalcanzable felicidad."



                                                        EL  DECLIVE

                                                        José Luis Palma


Título original: EL DECLIVE
© Autor/Editor: José Luis Palma (2014)
Idioma: Castellano
Versión digital para eBook

Queda terminantemente prohibida cualquier forma  de reproducción total o parcial de esta obra sin el permiso escrito de los titulares de los derechos de explotación.

Ahora es de noche. Ya no se ven los pelícanos en el cielo ni el bote de vela sobre la mar ni la mujer del bronceado con la mirada lejana. Ahora es de noche.

                                                                                                            “De Carne y Hueso”
                                                                                                                Heberto Gamero

 ARIES

Estamos vivos mientras somos capaces de manejar la memoria. Seguimos siendo personas mientras podamos buscar sin titubeos los recuerdos que nos atan al pasado y que, en cierto modo, nos condicionan el presente. Es como accionar los controladores del ordenador para buscar en el disco duro la información que necesitamos. Son labores personales que sólo uno mismo puede hacer. Nadie puede hurgar en los entresijos de tu cerebro para organizarte las ideas, para clasificar tus recuerdos, para almacenar o suprimir aquello que te hizo daño o esto otro que hace que te sientas vivo y fiel a tu conducta, en definitiva, a tu modo de ser y vivir.
   Ahora ya sé que cuando la gente se hace vieja la memoria es una herida abierta que no para de sangrar recuerdos intransitables. Y hay que aceptarlo. Yo voy coleccionando recuerdos míos y de ellos porque ahora ya sé que mientras sea dueña de lo más íntimamente mío, seguiré estando viva.
   Yo había llevado una existencia casi feliz pero no sabía que después de tantas cosas como ocurrieron, lo de aquel día iba a condicionar mi vida para siempre.

   Había estado lloviendo durante toda la noche de una manera que no suele ser habitual por estos lugares. La música del agua golpeando contra los cristales de la ventana me había transportado a un mundo infantil que casi no recordaba. Me acurruqué entre las sábanas calientes y me abandoné a los placeres que muy de vez en cuando proporciona abril. A ratos soplaba el viento y a veces todo enmudecía, excepto el ruido que producían las gotas de lluvia al chocar contra los vidrios. Me regocijé en ello. En otros tiempos, en noches como ésta, el miedo me hacía correr hasta la cama de mis padres para buscar refugio. Imaginaba que la lluvia levantaba ríos gigantescos que acabarían por anegar mi cuarto y arrastrarme en su riada. Me preguntaba desde qué altura vendrían cayendo aquellas gotas cristalinas y desde qué mares o ríos las habría levantado la evaporación para hacerlas llegar al lugar exacto donde yo me encontraba para arrullar, sin éxito, mi sueño desvelado. Todo eso fue lo que me dio pie para dejar sueltos mis pensamientos en pos de vivencias, que a fuerza de haber permanecido aletargadas durante mucho tiempo, creí que habrían desaparecido.
   Me di cuenta en el duermevela de que la dimensión de los acontecimientos depende de nuestro estado de ánimo. Así era. Yo sabía que algún día acabaría por salir de la depresión en la que estaba sumergida y terminaría por aceptar lo que era un hecho vital y por tanto, irremediable. No se puede vivir siempre aferrada a los tormentos de la memoria; lo sabía, pero todavía no me sentía preparada para enterrar el desánimo.
   Las personas mayores tienen que desaparecer —me dije—  para que las generaciones nuevas se desarrollen con absoluta independencia y sin tener siquiera referencias válidas en las que sustentarse. Además, no valdría para nada. El ser humano sólo aprende a través de su propia experiencia, sea buena, mala, positiva, negativa o incluso nefasta. Cuanto peor, mejor. Del pasado hay que tener sólo vivencias transparentes sin cuerpo ni alma pero de nada vale servirse de ellas para aplicarlas a nuestro presente con algún fin determinado. El pasado es atemporal, es algo que sobrenada débilmente en la memoria y ésta tiende al acomodo, se hace selectiva, de forma que el recuerdo elimina lo que no conviene desaprovechando la parte más importante del aprendizaje: el fracaso. El tiempo real, el auténtico, es sólo el presente y a él debemos de ajustarnos. El futuro esta siempre por llegar y, por tanto, no nos sirve para nada. No es bueno afanarse en cosas posibles que tal vez nunca se hagan realidad. Jamás conoceremos el futuro porque siempre escapará de nuestro tiempo y se hará insensible a nuestro dominio. Además, el tiempo no arregla las cosas. El tiempo, nos guste o no, las deteriora y lo único que podemos hacer es pasar a su través como los rayos de sol que atraviesan las nubes tras la lluvia para devolver la luz y el esplendor a los grises húmedos que dejó el temporal y que la tempestad vuelve de nuevo a enturbiar repitiéndose los ciclos, eternamente. Como estaba pasando ahora. Como había ocurrido durante toda la larga noche de aguas que no acaba de morir.
   “Es una primavera extraña, cargada de emociones tristes, donde la lluvia y el viento parecen transportar el suspiro de los muertos” —me dije a mí misma.
   Y había razones para ello.
   Miré el reloj de la mesilla. Faltaba poco para las siete de la mañana. Ningún destello de luz se colaba todavía a través de las cortinas entreabiertas. La ciudad, con el ruido de los primeros coches, el ulular de alguna ambulancia y la trituradora del camión de la basura se empezaba a desperezar de su breve letargo para encarar otro largo día de frenética actividad. Era inútil seguir en la cama. Sabía que ya no conciliaría otra vez el sueño inestable en el que había permanecido durante toda esa noche ventosa y húmeda.
   Me levanté.
   La rodadura de los vehículos sobre el asfalto mojado hacía más chirriante el amanecer. Me hice un café y seguí con mis recuerdos nostálgicos sin dejar de mirar a través de los cristales de la cocina el vaho húmedo que se levantaba desde el adoquinado del pequeño parque. Las ramas de los árboles se habían doblegado bajo el peso del agua y las prímulas y los jacintos pretendían, con su descarado color, poner  un contrapunto insolente al gris reverberante de la mortecina luz del alba.
   El dolor no había desaparecido. Vagaba en mis venas recorriendo como un pájaro desorientado todos los rincones de mi cuerpo. Casi me había acostumbrado a él. Diría que lo necesitaba para sentirme viva. Intuía que sin él, sin su lacerante compañía, la vida tendría menos sentido, estaría menos llena, como carente de algo esencial para mantenerse en pie. Me había convencido a mí misma de que viviría para siempre en el dolor, que nada conseguiría liberarme de él. No era una mortificación intencionadamente buscada y mucho menos un acto de masoquismo ni de infraestima pero, en ocasiones, su aguda firmeza era proporcional a su efecto balsámico. Por eso, aunque no lo deseaba, mi mente tampoco lo rechazaba.
   A fin de cuentas, todo era lógico. El tiempo transcurrido era demasiado escaso para cicatrizar una brecha inmensa por donde la pena no dejaba de fluir.
   Con la taza de café en la mano empecé a vagar por las habitaciones de la casa recordándola, siguiendo la huella que había dejado en cada esquina, en cada mueble, en el mismo aroma suyo que todo lo inundaba. La sentía cada día mas viva, más dentro de la casa, más dentro de mí. Sabía que no era posible un encuentro físico pero necesitaba aferrarme a su recuerdo, tenerla cerca, hablarle de mis cosas aunque ya no me escuchara. Al quedarme sin proyectos la vida se me vació de repente.
   Desde que ella se fue las paredes de la casa se volvieron transparentes. A su través podía pasar todo el torrente de recuerdos y emociones que pude sentir mientras vivimos juntas. Su voz rebotaba de una pared a la otra y de una habitación a la de al lado. Sonaban sus pasos y hasta el olor de sus guisos permanecía impregnándolo todo. Pasé los primeros días sin radio, ni televisión, ni música y sin siquiera probar bocado. Todo lo que necesitaba estaba colgado en el ambiente de la casa que habíamos compartido solas durante tanto tiempo.  
   Me paré de golpe porque creí escuchar su voz. Corrí de un lado a otro buscando sus ecos. Sonaban lejanos y nítidos, como el rumor misterioso del mar que gira en las caracolas. Le hablé y no me respondió. Di vueltas en torno a mi voz y acabé perdiéndome en los recovecos de su confuso laberinto. Si la sentía tan cerca por qué no me escuchaba, si le hablaba por qué no me respondía. Tan sólo quería oírla, sólo pretendía que acariciara una vez más, tan sólo una vez más, mis oídos con su voz. Pero sólo el grito de mis fantasmas martilleaba insistentemente mis oídos.
   Todo lo que de vivo había en aquella casa desapareció de repente. Cuando ella se fue se lo llevó todo; a mí tan sólo me dejó recuerdos en carne viva y esta soledad que me asfixia. 
   Pegué mi oreja a una de las paredes para saber si la voz lejana llegaba desde el cuarto de al lado. Todo enmudeció de repente. Entonces me sentí vacía y comencé a llorar desconsoladamente, más por el abandono que por mi estado de rabia y frustración.
   Sobre la almohada de mi cama seguía dormitando la vieja muñeca que me regaló en mi sexto cumpleaños. Fui con ella a todas partes. Fue mi primera compañera y con ella he dormido siempre, incluso en los viajes. Esa pepona ajada por el tiempo y el manoseo guarda, entre las arrugas de su vestido deslustrado, los recuerdos más entrañables de mi niñez, los sentimientos más fuertes de mi adolescencia y, sobre todo, encierra en sus ojos de falso cristal su sonrisa emocionada cuando me la trajo a mi cama aquella lejana mañana de mi sexto aniversario, el primer día del que tengo consciencia de la existencia de mi madre, de su talento, de su fuerza, de su cariño.
   Me tumbé en la cama y con mi muñeca entre los brazos volví a hacerme niña imaginándome que en el borde, como hacía antes, seguía sentada acariciándome la frente con una mano y sosteniendo el libro con la otra mientras me leía, dramatizándolo, El Flautista de Hamelín, El Lobo y los Siete Cabritillos, las Aventuras de Pulgarcito…
   Arrullada por el eco de aquellos cuentos me volví a dormir y esta vez fue un sueño largo y relajante.

   Tengo pocos recuerdos de mi padre en aquella temprana etapa de mi vida. Lo veía poco. Lo recuerdo muy alto y oliendo siempre a algo muy agradable que no podría definir. Era como una extraña mezcla de tabaco rubio muy aromático y esencias suaves de maderas exóticas.  Me encantaba que me tomara por debajo de los brazos y me levantara como una pluma por encima de su cabeza. Me hacía volar como un pájaro y yo me sentía la niña más feliz y también la más poderosa de la tierra. Pretendió enseñarme a hacerle el nudo de sus corbatas y nunca lo consiguió. Aquello me daba mucha rabia. No me contaba cuentos, ni me arropaba al acostarme, ni tampoco recuerdo que fuésemos juntos a ningún parque de atracciones, ni al cine, ni al circo, ni nunca vino a las fiestas de mi colegio.  Estaba muy ocupado con lo suyo, decía mi madre. Nunca supe que era lo suyo ni jamás me interesé por saberlo. A veces lo veía en la televisión, pero como hablaba de cosas muy serias y muy extrañas a mi mundo infantil no conseguí asociar su imagen encorsetada con la del hombre relajado que se sentaba en el salón de la casa mirando la misma televisión por la que él salía cada día. En realidad, tuvieron que pasar años para que llegase a saber que mi padre era o había sido uno de los más populares presentadores y comentaristas de la televisión de aquellos años. Yo sé que vivió una vida intensa, a veces demasiado intensa. Quizá fue eso lo que precipitó su caída. No sabría decir si era demasiado perfeccionista o demasiado orgulloso o tal vez una peligrosa mezcla de ambas cosas. Le gustaba el trabajo bien hecho, eso desde luego, pero era muy exigente y tal vez esa rígida forma de ser le restó la flexibilidad y la sensibilidad que todo ser humano necesita para ser aceptado por los demás. Era guapo y él lo sabía. Pasaba del metro ochenta, tenía una piel morena aterciopelada y un pelo negro que se peinaba hacia atrás, engominándolo al estilo de la época. Sus ojos eran grandes, expresivos y se tornaban verdosos cuando les daba el sol de poniente. Tenía fuerza en la mirada. Cogía el cigarrillo entre sus dedos de una forma que a mí se me antojaba elegantísima, propia de un galán de aquellos años. Quizá fue aquella imagen lejana la que hizo que yo también acabara siendo una empedernida adicta al tabaco del que no logro desengancharme.
   Cuando salía en la tele le cambiaban un  poco su aspecto, y aunque seguía siendo guapo, yo prefería el que él se daba a sí mismo para su día a día.  No abusaba de esa condición con la que la Naturaleza premia a veces a quien no se lo merece, pero desde luego ese don le otorgaba la seguridad necesaria para adoptar posiciones de fuerza, tal vez de prepotencia, que a la larga le acarrearon más perjuicios que beneficio.
   Mi madre era guapa, también, pero puestos a calificarlos en ese atributo tan efímero, yo diría que mi padre la aventajaba en belleza. Era alta, delgada y en su silueta se reconocía más a una deportista de élite que a una dama universitaria de aquellos tiempos. Solía darse en el pelo suaves tintes caobas que hacía resaltar el misterio que guardaba en el fondo de sus ojos verdes. Vestía con desenfado y siempre prefería la comodidad en el atuendo que el suplicio de los dictados de la moda. Le gustaba más ponerse pantalones que faldas y los combinaba a la perfección con llamativos jerseys de punto ancho y elegantes chaquetas de lana al estilo inglés. Me fascinaba su forma para anudarse bufandas o pañuelos alrededor del cuello. Su expresión era muy dulce y desde su mirada se derramaba una bondad que cautivaba a todos. Yo prefería su carácter al de mi padre, era más equilibrada, menos impulsiva, más racional y por descontado mucho más cariñosa conmigo. Creo que llegó a mimarme en exceso, tal vez lo hacía  para compensar la evidente desafección de mi padre, aunque yo, lógicamente, no era consciente de esos detalles.
   Hacían buena pareja y yo me reconocía en ellos cuando los tres salíamos a pasear por las calles de moda donde mi padre le gustaba dejarse ver, o cuando viajábamos hasta la casa que los abuelos maternos tenían en Navacerrada. La gente lo reconocía por la calle y aquello, que yo no entendía demasiado, a mí me gustaba. Sabía que mi padre era famoso pero no tenía del todo claro la causa de aquella popularidad, a fin de cuentas, desde que tuve consciencia de mí misma, mi padre era el que salía por la tele y yo no le concedía demasiada importancia a un hecho para mí tan ordinario y cotidiano. No lo eché de menos cuando se marchó de casa tras la separación.
   Los recuerdos que puedo tener de ellos dos juntos son muy lejanos y hasta cierto punto inconcretos. En realidad, cuando lo pienso, creo que para mí nunca estuvieron juntos aunque compartieran el mismo baño y durmieran en la misma cama. Creo que siempre vivieron separados, al menos sus mundos; el profesional y el de los afectos. En  sus concurrencias siguieron siempre líneas paralelas tendentes a la divergencia. No se entrecruzaron casi nunca y si alguna vez lo hicieron fue de forma circunstancial y diría que hasta forzada.
   Muchas veces me he preguntado las razones que empujan a dos seres desconocidos a involucrarse en ellos mismos para redefinir un nuevo concepto de unidad, casi mística, basada en una unión inestable con fines, las más de las veces, aniquilatorios. Ellos lo intentaron, estoy segura que de buena fe,  pero como tantos otros tampoco lo consiguieron. Sigo sin saber qué razones hay para que dos seres desconocidos acaben uniéndose tratando de organizar una limitada vida en común que acaba complicándose con la llegada de nuevos seres, la mayoría de las veces no intencionadamente buscados. ¿Por qué de la unión fugaz de dos personas, dos de sus células se funden para organizar una nueva vida, un nuevo ser mitad de uno y mitad de otro? ¿Por qué éste y no aquél? ¿Por qué hombre y no mujer? ¿Por qué malo y no bueno? ¿Por qué fui yo el producto de aquella unión y no otra persona?
                                   
   Fue el olfato lo que me impulsó a abrir su armario. Había permanecido cerrado desde que semanas atrás hube de buscar, apresuradamente, las ropas que necesariamente le servirían para su último viaje.  Metí mi cabeza dentro y dejé que sus aromas, todavía vivos, empaparan mis sentidos; que me llegaran muy adentro. Era como aspirar el olor que levanta la tierra después de la tormenta. Sus vestidos, sus blusas, sus faldas, su ropa íntima, todo permanecía tal cual ella lo había dejado. Estuve tentada en más de una ocasión de seleccionar cosas que yo pudiera vestir para sentirla más próxima; nuestras tallas eran iguales, pero luego desistí. Creí que sería mejor dejarlas en su sitio para hacer con todas ellas un relicario, una pequeña ara como si se tratara de un tributo minúsculo a su imborrable memoria. Pensé que el tiempo me diría, así que las heridas fuesen sellando, qué hacer con aquel ajuar. Fui acariciando suavemente aquellas ropas y estrechándolas de vez en cuando para desahogar en ese abrazo mi pena.
   Al fondo del armario, en una de las paredes laterales, colgaba un abrigo de piel que no había utilizado ni en los meses más fríos del invierno. Había sido un regalo de mi padre en contra de la voluntad de ella. No es que fuera una ecologista intolerante pero veía innecesario el sacrificio de inocentes animales con fines poco útiles. No sé que me impulso a sacarlo y a probármelo. Me lo acerqué a la nariz y aspiré fuerte. Desprendía un remoto olor a naftalina. Me miré en el espejo y enseguida me lo quité. Me pasaba lo que a mi madre; aquella indumentaria no armonizaba con mi cuerpo y mucho menos con mi alma.  Me daba urticaria verme arropada por aquella piel ajena.
   Cuando volví a dejarlo en su sitio me sorprendió una grieta lateral que recorría aquel trozo de pared de arriba abajo. Era tan tenue que de no haber estado bien iluminada hubiese pasado desapercibida. Presioné su contorno con los dedos y comprobé que se movía. En realidad aquella pared no era otra cosa que una puerta disimulada para posiblemente guardar en su interior cosas de valor; un secreter, un armario de misterio. Me ayudé de un pequeño cortauñas para hacer palanca entre los bordes y forcé la grieta. El portillo se abrió sin mayores problemas dejando al descubierto una alacena de buenas dimensiones con varias lejas sobre las que reposaban objetos, libros, cuadernos y otras muchas pequeñas cosas.
   No sé si fue el corazón el que se me paró antes que la respiración o si fue todo al mismo tiempo. El caso es que sentí fuego y frío en mi interior y una sensación de inestabilidad similar a la que siente la mayoría de la gente antes de sufrir un desvanecimiento.  No sabía qué hacer ni por donde empezar, tanto, que mi primer impulso fue volver a cerrar el portillo y salir huyendo de la casa como si acabase de descubrir un nido de serpientes venenosas. Entonces, repentinamente, como sacudida por un fuerte latigazo, rebotó desde el cerebro a mis oídos algo que ella me había dicho con aire de misterio en algunas ocasiones: “Busca cuando me haya ido”.
   Fui a la cocina y me serví un vaso de agua Sólo me mojé los labios. Fui al baño y comprobé en el espejo que una intensa palidez había transfigurado mi rostro. Noté que estaba temblando. De repente un llanto violento me explotó en la garganta. Lloré amargamente un rato largo. Me hizo bien. Luego me sentí más relajada. Me recompuse y volví al dormitorio de mi madre.              
   Guardaba en aquel lugar oculto cosas que no podía ni imaginar. Muchas de ellas eran mías: mechoncitos de pelo, unos patucos rosas, un cepillito dental, fotografías que el tiempo había vuelto de color sepia, y mis cuentos; allí estaban todos los que me había leído para que me durmiera por las noches: El Lobo Feroz, Garbancito, La Bella Durmiente... También había cosas de ella; extraños amuletos indígenas que se habría traído de su época de corresponsal en Centroamérica, monedas antiguas, fotografías con gentes que yo no había visto nunca, un precioso reloj de bolsillo con las tapas de oro y unas iniciales que no supe asociar con nada ni nadie y sobre todo cartas, muchas cartas. Estaban agrupadas en bloques y cada bloque atado con cintas azules. Había otro paquete de folios impresos con una nota manuscrita en la primera página:
           
            Mis guerras contra Elías.

   Lo deshojé por un lateral y comprobé que eran conversaciones de chat entre dos cibernautas. La mantenían dos alias: Elisha y Oriana. Leí algo y no conseguí entender nada de aquel diálogo críptico. Había también una foto de ella misma en sus años universitarios que había sido rota en varios trozos y luego recompuesta con papel adhesivo. Mi padre, tan joven como ella, la tomaba por un hombro estrechándola y sonriendo a la cámara con enorme satisfacción. Vestía de oscuro y sobre el traje lucía la estola de Periodismo. Tenía una dedicatoria que el tiempo había deslustrado. “Te quiero con la vida”, decía escuetamente. Era la letra de ella. Miraba a mi padre, embelesada. Estaba guapa. Se tocaba la cabeza con una de esas gorras que se pusieron tan de moda en aquellos años imitando a la que lucía el Che Guevara en los románticos e idealistas póster que tantos universitarios de los setenta colgaban encima de sus camas. En el fondo, aquella foto me era familiar, mi memoria la procesaba como algo que ya había sido archivado en algún recóndito cajón de mi cerebro. Al final lo supe: esa fotografía había estado durante un tiempo sobre la mesa de trabajo de mi padre. Mas tarde descubrí que fue mi madre la que la retiró de su lugar habitual. Lo que no pude averiguar es por qué la rompió primero y por qué luego la reconstruyó burdamente para dejarla arrumbada en el lugar donde acababa de encontrarla.
   De la balda más alta bajé una caja grande cuya tapa estaba rodeada por papel adhesivo de forma que para abrirla me vi obligada a desgarrarlo. Lo hice con sumo cuidado, como si fuese un cirujano disecando un cerebro. Tuve entonces la sensación de que estaba violando algo sagrado. En el interior había dos carpetas de anillas; una negra y otra azul y encima de ellas un sobre cerrado.

                        “Esto, Paula, es para tí” 

            Me quedé paralizada. Lo olí. Lo besé. Lo estreché contra mi pecho y al final lo volví a dejar en el sitio. Estaba tiritando y un trismus incontrolable me laceraba las mandíbulas.
   Vagué por la casa durante horas.
   Luego bajé a la calle. No debía ser bueno mi aspecto porque el portero me preguntó si me sentía bien, si necesitaba ayuda. Le respondí con una tibia sonrisa de compromiso. La lluvia de la noche se estaba diluyendo en un complaciente calabobos. Abrí el paraguas; más por aislarme de la gente bajo su tela que para protegerme de la humedad. Caminaba como una autómata. Las lágrimas me desenfocaban los edificios y me volvían opacas las luces de los semáforos. En una tienda cercana compré pan, fruta, bebidas refrescantes y yogures. Di un gran rodeo por las calles adyacentes antes de volver a casa. Me senté en un banco y  fumé un cigarrillo, dos, tres... Quería dilatar el tiempo, evitar el enfrentamiento con aquello que acababa de descubrir.  Me debatía entre la urgencia de leerlo todo y la angustia por conocer cosas que podrían no gustarme, que podrían, tal vez, herirme. Pensé que sería mejor ir a la galería y pedirle ayuda a David. Que me acompañara a casa y me ayudara a pasar aquel trago. Me sentí inmensamente sola y desvalida. Quería pedir auxilio a gritos. Pero cómo y a quién. Nadie podría entender mi estado de ánimo. Era mi pena y a nadie le podía interesar. Sin ella, sin mi madre, el mundo de mis afectos se había desmoronado, irremediablemente. Todo en mí estaba hueco; la cabeza, el pecho, los pensamientos.
   Al final decidí volver sola y enfrentarme a mi realidad. Me reconforté pensando que si ella había decidido dejarme algún mensaje mi obligación era dar cumplimiento a su deseo póstumo. Con ese pensamiento, artificiosamente creado por mí misma para tranquilizarme, volví al armario y leí:

   Sé que algún día llegarás hasta aquí. Hoy no puedo saber cuándo. Lo que sí estoy segura es que cuando estés leyendo esto, yo habitaré un lugar en el que dicen que la paz y la belleza reinan y anulan  todo lo malo que hemos vivido antes.
   No quiero que ese momento llegue  todavía. Aún me quedan muchas cosas por hacer y son muchas las que necesito realizar contigo. Tengo que verte crecer todavía más a pesar de que tú pienses que ya has crecido todo lo que debías. Para una madre una hija siempre está creciendo; en sí misma y en los hijos que tienen que madurar en su vientre y que yo necesito ver y acariciar.
   Hablamos,  pero nos falta ahondar en lo íntimo de cada una de nosotras. Mucha veces lo intento pero cuando me dispongo a ello,  algo en tu expresión, un gesto en tu actitud, me frena de golpe y entonces derivo el objetivo de mi conversación contigo hacia cosas intrascendentes. Será verdad lo de la lucha generacional aunque nunca la haya sentido entre tú y yo. Siempre he querido estar muy cerca de ti y aunque lo intento, y lo seguiré intentando, tengo la sensación de que no llegaré nunca a conseguirlo. Para mí sería un gran triunfo si cuando tengas que leer esto lo hubiésemos conseguido. Por eso me sirvo de esta simplona estrategia para hacerte saber, cuando ya no estemos juntas, todo lo que quise decirte sobre mí, sobre tu padre, sobre Elías y sobre otras gentes que fueron marcando, sin que yo lo quisiera, los pasos que fueron jalonando mi vida.
No voy a darte la tabarra con una carta larga en la que te cuente mi vida y la de los seres que formaron una parte esencial de la mía pero tampoco te voy a facilitar las cosas. Quiero que, si te interesa, lo descubras por ti misma. En mis diarios, en mis fotos, en mis amuletos, en mis relicarios y en todas las cosas que guardo en la trampilla secreta de este armario. Cuando lo encuentres, tendrás todo lo que te hablará de mí y con ello podrás forjarte una idea más exacta de quien fui, a quien amé, por qué viví y sobretodo por qué te quise a ti más que a ninguna persona en este mundo.
   En  la misma caja donde has encontrado esta carta hay dos carpetas grandes. En esas páginas he ido  escribiendo desde hace muchos años las vivencias más trascendentes de mi vida. Tal vez algunas o quizá todas te puedan hablar de mi con mayor claridad de lo que yo lo he intentado mientras hemos estado juntas.
   No te condiciono a nada. Léelas y extrae tú misma tus propias conclusiones. ¡Ah! Y del mismo modo que yo no me he permitido jamás juzgar a nadie más allá de la evidencia, haz tú lo mismo. Esos escritos no expresan juicios, sólo son el reflejo de las vivencias y circunstancias, que para mi propio mal o bien y para el bien o el mal de los que estuvieron cerca de mí, configuraron los días que pasé en este mundo y cuyo fin no sé cuando llegará. Yo, desde luego, no voy a hacer nada para precipitarlo.  
            Cuídate mucho, mi niña, mi amor.

Continuará...

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