domingo, 24 de mayo de 2015

EL DECLIVE (Acuario)

EL DECLIVE (Novela)

…viene del post anterior...

ACUARIO

Te ha llamado el vicepresidente y lo has mandado a la mierda. No sabes si ha sido por dignidad profesional, por independencia periodística o simplemente por soberbia.
   Con el paso del tiempo te has ido dando cuenta de que no hay peores consejeros que la efímera fama y el empacho que provoca el éxito. Has tratado de echarle un pulso al poder y has perdido, como era de esperar. Qué necesidad tenías de llevar a tu programa a gentes que se aprovecharían de tu ingenuidad para encender soflamas antisistema. Ya te habías salido del guión en un par de programas anteriores y para colmo, no hiciste caso a los mensajes tan contundentes como persuasivos que te habían hecho llegar desde los círculos más próximos al establishement. A partir de entonces estuviste señalado. Marcado con una diana en mitad de tu rostro. Te lo advirtieron y no quisiste hacer caso. Al final caiste como caen todos los que se creen más fuertes que el poderoso. Pensaste que eras David frente a Goliat. Tu último y definitivo programa hizo mucho daño al gobernante, pero más aun al partido. Luego te creíste las llamadas de apoyo y solidaridad de los que tras colgar el auricular descorchaban las mejores cosechas para celebrar tu fracaso. Lo que vino después estaba anunciado. La historia se repite de manera incesante para que el hombre no olvide su condición de instrumento sometido. Al mes de tu descalabro no había una sola puerta a la que pudieras llamar sin que te repudiaran como a un apestado.
  
   Os citasteis poco después en Nueva York para poneros bálsamos ineficaces en unas heridas que llevaban demasiado tiempo abiertas. Fue inútil.
   Te mostraste lacrimoso y muy pesado durante todo el tiempo que estuviste deambulando mecánicamente a su lado por las interminables calles de Manhattan. Sólo hablabas de ti y de la gran putada que te habían hecho al desmontar tu programa y despedirte de forma tan grosera de la televisión oficial a la que, según tú, tanto habías aportado y tanto te debía. Como era habitual en ti, apenas te interesaste por su experiencia periodística centroamericana. Tampoco ella mostró un deseo especial en dártela a conocer, más que nada por tu insistencia sobre el tema que te obsesionaba.  En tu ofuscación ni siquiera llegaste a maquinar quien urdió sibilinamente toda la trama que desembocaría en tu caída. Te diste cuenta al cabo de unos años. No podías imaginar que fuera Elías quien manipuló hábilmente los resortes. No te convencieron sus negativas ni sus llamadas a la fidelidad y a la camaradería. Es cierto que nunca pretendió ocupar tu puesto pero para él eras demasiado molesto. Tus malditas e injustificadas órdenes le sacaban de quicio. Eras como una china en su zapato de la que se dolía con cada paso que daba. Hizo un planteamiento simple que tardaste tiempo en detectar: o él o tú. Y ganó él, fue mucho más hábil de lo que habías imaginado. Creíste que Elías era un espíritu puro, carente de ambiciones, hecho para ser mandado, segundón vocacional. Cuando quedó libre montó los guiones a su modo y estilo. El programa no sólo no bajó, sino que además ganó audiencia. Los de arriba se sintieron doblemente satisfechos; por un lado habían acabado contigo y por otro, los contenidos estaban ahora en perfecta sintonía con los mandos. La nueva conductora del debate era lo suficientemente lista y ambiciosa, y sobretodo lo necesariamente eficaz, para que tu imagen cayese en el olvido casi de modo fulminante. Los controles de audiencia volvieron a subir situando al programa en sus niveles más altos. Así fueron las cosas una vez más para tú desesperación, todo debe de cambiar para que todo permanezca.
   Un tiempo después de tu caída y del abandono de Lucía supiste, para colmo de tu desdicha, que Elías había ocupado tu sitio en el corazón de tu exmujer. ¿Cómo fuiste tan poco suspicaz para no haberlo intuido? Nunca llegaste a entender aquella historia. Elías era un reconocido misántropo sin apenas relaciones personales. Era, desde luego, bueno en su trabajo, cumplía y sacaba adelante todos los programa, pero era un triste con el que difícilmente se podía mantener una conversación interesante sin que él la derivara por temas tan grises como carentes de interés. Era tu polo opuesto. ¿Tanto había llegado a cambiar Lucía? No eras consciente (sigues sin serlo) de lo que cada mujer busca en cada hombre. Los esquemas son distintos. Unos se mueven por parámetros que tienen más que ver con la estética y el sometimiento mientras las otras se aturden con los falsos vahos que exhala el amor efímero, aferrándose a voluntades que forjen sutilmente una inestable seguridad.
   No pudiste ni siquiera imaginar en vuestro errante deambular por Manhattan que su corazón, su mente y su proyecto habían quedado completamente fuera de tu alcance, desde hacía demasiado tiempo.
   Reservaste una espléndida habitación en uno de los mejores hoteles de la ciudad ignorando que, desde hacía tiempo, ella había acostumbrado a relajar su cuerpo sobre las incómodas colchonetas de  posadas nicaragüenses de mala muerte donde, por lo menos, se sentía libre de ataduras, de tus ataduras. Allí conoció gente de muy distinta procedencia. No hubieses dado crédito a tus oídos si te hubiese contado al detalle todas las vivencias que tuvo, los insólitos lugares que visitó, las miserias indígenas, el hambre en estado puro, las necesidades acuciantes, las motivaciones de la guerrilla, la fe ciega en las causas, el miedo a la guerra, la dignidad de los pueblos y los hombres, los otros hombres, los hombre nuevos, tan distintos a los que formaron su círculo del pasado, tan puros, tan maravillosamente locos y tan salvajes y tiernos en la cama. Gozó con ellos, gozó de ellos y en sus brazos sintió desvanecerse, por primera vez , el miedo intenso de sus vacíos crónicos.
   Sólo dos coitos en Manhattan completamente exentos de amor. En el primero el deseo acumulado salvó el compromiso. En el segundo la pasión mínima quedó disuelta en su misma inapetencia. Tumbados boca arriba, parcialmente cubiertos por las sábanas y en silencio, cada uno fumó su propio su cigarrillo. Ya no había nada que compartir, ni siquiera el humo. Son, efectivamente, los pequeños detalles los que determinan el fin. Tampoco supiste, cuando ella pasó al baño a asearse, que sobre el bidé dejó caer las últimas lágrimas que derramaría por ti; no fueron las más sentidas pero sí, desde luego, las más ácidas.

   La última comida en un pequeño restaurante de Little Italy resultó tediosa. El servicio te pareció demasiado lento para un diálogo entre ambos excesivamente parco. Pasta, chianti y café espeso. Ya no teníais casi nada de qué hablar. Su avión partía dos horas antes que el tuyo. La despedida en el Kennedy (tu a Madrid, ella a Nicaragua) fue tan fría por su parte que apenas rozó tu mejilla con sus labios. Quisiste decirle algo especial en aquel adiós pero en ese crucial instante nada se te vino a la mente. Intentaste reconducir un conflicto insoluble pero tampoco supiste, exactamente, qué quedaba por hacer. Hubieras dado lo mejor de ti mismo por un poco de calor en su palabra, un poco de ternura en su mirada, algo de afecto en su abrazo. Te frenó su distancia. Y una vez más quedaste paralizado, como cuando la lejana noche de los caballos locos quisiste tomar en marcha el metro que la alejaba de ti.
Continuará...
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jueves, 21 de mayo de 2015

EL DECLIVE (Orión)

EL DECLIVE (Novela)
...Viene del post anterior...




ORION

Madrid, Junio de 1970

Hay días que vienen a marcar hitos en las vidas de las gentes aunque nunca se sepa si viene para bien o para mal. Aquel pudo ser uno de ellos.
   Ansioso buscas su rostro entre los asistentes al último acto académico de tu carrera. Es lo único que te interesa ver en esos instantes.
   Te sientes un poco ridículo vestido tan elegantemente y tocado con la beca de tu facultad. Crees que tu madre ha elegido para ese día una corbata excesivamente estridente. Todos los que vais a ser licenciados en Periodismo ya estáis colocados en las primeras bancadas del salón de actos. Antes de que entre el claustro de profesores vuelves a levantarte de tu asiento en un intento desesperado para rebuscar entre el gentío. Los flashes de las cámaras fotográficas de los familiares y amigos te deslumbran y te desenfocan. Pones tus manos delante de tus ojos; un poco para defenderte de los fogonazos y otro poco para ocultarte. De pronto la ves, está allí, al fondo del auditorio junto a otras amigas. Tu madre te sonríe nerviosa. Tú la miras y enseguida vuelves tus ojos hacia Lucía quien con un gesto tímido levanta su mano para saludarte. La correspondes con el júbilo bañando tu expresión y entonces te sientes más relajado. “Esto ya puede empezar” —te dices—, y en el fondo de tu corazón deseas que acabe pronto para correr a saludarla, para simplemente estar con ella.
            Durante mucho tiempo la foto que os hicisteis aquel día la tuviste sobre la mesa de tu despacho. La preferías por encima incluso de la del día de la boda o de la que os hicísteis en Navacerrada cuando la niña era pequeña y parecíais una verdadera familia. Lucía, con su gorra guerrillera, se mostraba radiante en toda su belleza. Te miraba con la emoción que sólo emerge del amor y tú rodeabas su hombro con tu brazo tratando de pegártela muy fuerte, como para que siempre fuese tuya. Al final de lo vuestro, cuando acudió a tu despacho para arreglar los flecos del divorcio, antes de que los abogados lo destrozaran todo, la foto desapareció. La debió de tomar en un descuido. Ni te lo dijo ni te pidió permiso. Al cabo de los años, cuando le preguntaste por qué hizo aquello, su respuesta fue contundente: “En cada fotografía que nos hacemos dejamos, para que sea compartido, un jirón del alma propia y en aquel momento yo ya no te pertenecía”. 
   Ese día de fin de carrera la presentaste a tus padres y dos semanas después te sentabas por primera vez en su mesa familiar. Te acogieron con más educación que afecto. Sabían que eras hijo de un censor del régimen y eso era garantía de orden, pero algo debía de haber en ti que no lograba derribar la barrera de la desconfianza. Y no se equivocaron. Los primeros recelos llegaron antes de que naciera vuestra primera hija, y con razón.
   Pasasteis una buena temporada cuando nació Paula. Fue tal vez, si quitas el corto período prematrimonial, los únicos meses felices de vuestra vida en común.  Paula era bastante llorona. No te molestaban sus llantos nocturnos y te levantabas encantado para darle su biberón de media noche. ¿Qué pasó luego? ¿Qué os fue alejando sin remedio? ¿La rutina? ¿La monotonía? ¿Tus ansias de volver a ser libre? Un psiquiatra amigo te dijo que esas cosas son normales; que el amor romántico no suele durar más de un año, dos en el más optimista de los casos, y que luego viene la etapa de la madurez reflexiva, ésa en la que auténticamente se fortalece el amor. Ninguno de los dos llegásteis a pasar por esa etapa porque uno de los dos o tal vez los dos no quisisteis. Del amor romántico saltasteis brúscamente al hastío desesperante salpicado por absurdos celos y de ahí al juzgado de familia para poner fin a vuestra unión conyugal.
   Estábais tensos en el momento de firmar el acta de la setencia judicial. Cada uno lo hizo por separado. La jueza estuvo muy resolutiva, muy en su papel. Los abogados, por el contrario, excesivamente solícitos tanto, que no llegaste a entender como el de tu exmujer te saludaba tan efusivamente. Os despedísteis con brevedad en la puerta de los juzgados. Tú te sentiste parcialmente liberado de algo que nunca has sabido precisar. Ella, al decirte adiós, notó un intenso alivio que la rasgó en dos mitades irreconciliables. Pero ninguno de los dos tuvo la sensación de haber perdido el tiempo durante aquella unión efímera. “No sigas la sentencia al pie de la letra —te dijo Lucía—. Ven a ver a la niña cuando quieras. Paula es tan tuya como mía”. No pudiste responder porque de haberlo hecho la palabra se te habría  ahogado en la garganta. Agachaste la cabeza y no tuviste el valor de mirarla. 
   Siempre que las circunstancias te han exigido un comportamiento recio te has mostrado excesivamente sentimental. Aquella ocasión no era para menos. Sin embargo, ella te miró a los ojos con una dulzura inusitada, dibujó con su dedo índice un surco en tu mejilla y se alejó con pasos firmes para buscar su coche. Te quedaste allí plantado con la mirada fija en otra parte y la mente en blanco. Como tantas otras veces. No te duró mucho tiempo, pero en esa despedida tuviste la sensación de que acababas de perder algo valioso sobre lo que nunca quisiste reflexionar. 

   No sabrías precisar con exactitud cuando empezaste a tener absurdos celos de Lucía, celos que primero fueron profesionales y luego personales. Tú, con tu valía propia y con la ayuda de las siempre necesarias influencias, llegaste a ocupar el sitio que siempre habías ambicionado. Lo presentías, incluso lo veías como algo que ineludiblemente tenía que llegar. Por eso, cuando te llamaron desde el ministerio para que dejases la radio y te ocuparas de conducir el programa de debate socio-político con más audiencia de la televisión pública, te creíste con todo el merecimiento porque nadie en el país podía estar mejor cualificado que tú para aquel espacio. Lucía iba subiendo sus peldaños con tenacidad, con finura y sobretodo con un esfuerzo que tú no hubieses podido desarrollar jamás. Y lo sabías. Te maravillaba su facilidad para compatibilizar su profesión de periodista, su responsabilidad de madre e incluso su entrega a ti como esposa. Por eso, te resultó, primero inimaginable y luego inadmisible, que pudiera aceptar una corresponsalía temporal en Centroamérica. No quisiste entender que aquello formaba parte de su carrera, era su forma de progresar profesionalmente, de escalar posiciones sin tratar de hacerte sombra, y consciente de ello, trataste de cortar infructuosamente sus alas. No aceptó tu afrenta y se marchó. Al principio te dolió su ausencia, su lejanía, más sentimental que física, pero más te dolieron sus éxitos cuando empezaron a llegar. Con frecuencia la veías en los telediarios enviando crónicas de lugares y situaciones en las que se jugaba la vida durante días enteros para dar una noticia que duraba menos de un minuto en los informativos para un público que miraba el televisor entre cucharadas de sopa boba y gestos de indolencia.

            Nunca llegaste a imaginar en qué modo pudo cambiar su forma de pensar y su manera de ver el mundo tras sus más de dos años en aquellas tierras de guerra y miseria. Ni siquiera en los cortos períodos vacacionales que pasaba en Madrid, donde volcaba todo su tiempo en vuestra hija, te sirvieron para comprenderla. Sólo notaste un cierto distanciamiento que fue progresando irrefrenablemente hasta el final. No te sorprendió en exceso su expresión de recelo y casi hasta de desprecio el día que presentó, en un hotel de demasiadas estrellas, su libro sobre sus experiencias centroamericanas.  En esa ocasión, más que nunca, sintió la incomprensión de las sociedades pujantes frente a las miserables y tu falta de sensibilidad ante lo que ella te había contado. Esa noche, después de que terminara aquella estúpida presentación en la que hasta el vino y los canapés sabían a derrota, te propuso la separación. No imaginaste que fuera definitiva. “Centroamérica la ha conmovido pero ya cambiará” —pensaste, equivocándote una vez más—. Hasta quiso dejarte a la niña para no llevarse nada de ti. Afortunadamente, el juez del tribunal tutelar de menores no lo consintió y resolvió en su favor. Y con esa decisión salisteis ganando los tres.

Continuará...
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domingo, 17 de mayo de 2015

EL DECLIVE (Sagitario)

EL DECLIVE (Novela)

Viene del post anterior 


SAGITARIO

Madrid, invierno del 2005

“Los teléfonos que estremecen la noche con su insistente timbrazo nunca presagian lo  bueno.”  A alguien le oíste decir esta frase y ahora no puedes recordar quien fue. Da igual; no son momentos para memorias.

   Estás sentado en el borde de la cama y la ofuscación de un despertar intempestivo te impide localizar el auricular del teléfono que acabas de dejar sobre las sábanas revueltas. Cuando al fin lo encuentras quieres llamarla pero no encuentras su número. Bostezas, aunque ya no tienes sueño. Sientes frío a pesar de que la habitación, cerrada a cal y canto, rezuma un calor húmedo insalubre después de muchos días sin ventilación. Buscas a tientas las pantuflas pero una vez que te las calzas no sabes qué hacer con tus piernas. En esa estúpida espera todo lo que se te ocurre es encender otro cigarrillo; el segundo del día al que seguirán más de cuarenta. El primero te lo fumaste mientras tus oídos no daban crédito a lo que te iban contando desde el otro lado del teléfono. Diez pasos vacilantes desde el dormitorio hasta la cocina. Miras de reojo el despertador. Son casi las seis de la mañana. No son horas para despertar a nadie y menos con malas noticias. Conectas la radio pero eres incapaz de entender lo que está diciendo el locutor de turno. La cafetera se amontona junto a otros cacharros sucios en la fregadera revuelta de la cocina. Aun contiene los restos del último café. Mientras la enjuagas para hacerte uno nuevo, el primero de la mañana al que seguirán otros cinco o seis, sigues dándole vueltas, no a la noticia que te acaban de dar, sino al hecho de saber por qué te ha llamado precisamente a ti. Siempre lo hace cuando se siente en apuros aunque ella como tú sois conscientes de vuestra incapacidad mutua para daros una ayuda eficaz.
   Pensabas que habían dado todo por terminado, que cuando ella te dijo, hace ya casi dos años, que no podía seguir junto a un alcohólico desequilibrado, viejo y enfermo, hablaba desde el fondo de su inestable verdad pero nunca se sabe qué es lo que mueve el sentimiento de una mujer fracasada que tras el desamor ha de vivir en la absoluta soledad.
   Te vistes y sales.
   Acudes a la misma estación de todos los días con las mismas gentes de siempre. Todavía es de noche.
   El viaje de hoy se te ha hecho más corto y, sin embargo, hubieses deseado que no terminara nunca. Luego son otros quince minutos andando hasta el lugar al que no quisieras llegar. La luz va venciendo a la oscuridad de la noche. La ciudad que nunca duerme se empieza a agitar. Las gentes corren de un lado para otro saltando semáforos y pasos de cebra como si fueran alocadas hormigas de un agosto asfixiante. Los observas y te sientes ajeno a ellos; distinto. De sobra conoces la calle a la que tienes que ir pero, aún así, cuando entras en ella miras el rótulo con esa manía tuya de no dar un paso sin comprobar todo antes.
    La casa está en una calle secundaria, es un más bien un callejón donde los gatos se mueven cautelosamente entre restos de basura. Huele húmedo. Frente a la casa hay un muro grande desconchado que oculta un caserón donde hace años se alojaban gentes sin techo y que ahora es objeto para la rapiña de la especulación inmobiliaria. El portal que da a la calle está abierto; siempre lo está. En la puerta del desvencijado ascensor hay un cartel ajado que dice “No funciona. Disculpen las molestias”. Las escaleras empinadas y estrechas hacen crujir sus tablones mientras las vas subiendo hasta el tercer piso. El sofoco ha empezado entre el primero y el segundo, como casi siempre. Te tienes que hacer a un lado para que la vieja que está bajando con una bolsa de basura en la mano pueda pasar por la angostura. Esa pausa le proporciona un ligero alivio a tu disnea progresiva. Ni ella saluda ni tú tampoco.
   Cuando vas a tocar el timbre la puerta se abre sola. Al otro lado está Lucía, más derrumbada que nunca y también más ajada y prematuramente envejecida;como sin brillo. Debe ser el efecto del contraluz mortecino del rellano de la escalera enfrentado al fluorescente del pequeño vestíbulo de la casa. Su inexpresividad no te permite averiguar si ha llorado o no.  Parece más abatida que preocupada, más triste que dolorida. Desde luego la voz que te habló por teléfono era átona y exenta de emoción. Te dijo lo que te dijo como quien te está contando la última película que vio la semana pasada. No te extraña, en los últimos tiempos y en las contadas veces que hablaste con ella su actitud ha sido siempre la misma; distante y rota. Mientras las observas, recuerdas sus medias desgarradas y sus zapatos pisoteados y el modo en que se sonaba los mocos el día que la conociste, cuando la tarde de los caballos locos y las despavoridas carreras delante de las cargas policiales en los lejanos años de la dictadura. Era bonita entonces. Ahora ya no sabes si aquello fue un sueño que nunca existió o por el contrario lo irreal es lo que ahora te está tocando vivir.  Se recoloca un mechón de un pelo sin lustre que cuelga por su frente y se hace a un lado para indicarte, con un gesto ambiguo, el camino que debes seguir.
   Recuerdas vagamente el apartamento de Elías.  Lo visitaste por primera vez el día que Irene te invitó a subir y en aquella ocasión ella lo llenaba todo tan cegadoramente que apenas te dio tiempo para reparar en detalles. A la derecha del pasillo hay un saloncito con escasos muebles en el que destaca un sofá de piel cuarteada y varios cojines por el suelo.  En una mesita auxiliar hay un par de botellas de whisky casi consumidas. Al otro lado está la pequeña cocina que aún huele a comida oriental y sobretodo a alcohol. Varias botellas de vino se apilan en la encimera. El fregadero está atiborrado de cacharros sucios. En un cenicero rebosan las colillas. No te detienes ahí, ése no es el sitio al que ella te quiere llevar.
   Te empuja suavemente hasta el fondo del pasillo donde se encuentra la habitación de los  hechos recientes. Sin variar su tono de voz te dice:
   —Está ahí. Está muerto.
   Se le ha ahogado un poco la voz al decirlo. Se detiene y traga saliva. No quiere blandear. No quiere que la veas llorar. Sabe que odias su llanto. Saca un pañuelo y se limpia la nariz. Luego te dice:
   —Ha sido su voluntad. Lo deseaba desde hacía tiempo. Ahora no sé qué hacer. Necesito que me ayudes. Me llamó de madrugada para hacerme partícipe de su acto final. No llegué a tiempo.
   Atravesado de parte a parte en una cama grande y revuelta yace el cuerpo de un hombre con los ojos cerrados y la boca abierta. Su expresión es serena. Se diría que la muerte le sobrevino mientras dormía. Te cuesta reconocerlo.
“¿Por qué esa manía de los muertos de cambiar en el último momento la expresión de toda la vida?” —piensas.
   Le preguntas que si es Elías y tu pregunta de puro simple resulta tan extremadamente tonta que no merece ni siquiera una respuesta.
   Adoptas tu papel de hombre decidido y tratas de colocarte en el sitio que Lucía no te ha pedido. Quizá no hayas interpretado bien sus palabras. Por eso, de pronto, te vuelves resolutivo y le indicas que avisarás a un médico para que certifique la defunción, a la funeraria para que inicie los trámites del enterramiento e incluso a la policía y al juzgado para que un juez de guardia levante el cadáver y tome nota de los hechos.
   —No hay duda sobre la causa de la muerte; ha sido un infarto en toda regla —le dices—, tratando de confinarla en un estado de sosiego que ella no necesita.
    Nunca has sabido comprender a Lucía. Ni lo supiste el día que te ofreciste llevarla a su casa en tu motocicleta y ella eligió el metro, ni aquel otro en que con una calma envidiable, que a ti te pareció una crueldad despiadada,  se marchó de tu lado para abrazar una nueva vida que a ti, sin ti, te parecía más absurda que imposible. “Volverá a mí”  —pensaste, entonces—, equivocándote una vez más.
   Ahora, mientras Lucía te quita el teléfono con una mano, toma la tuya con la otra y te lleva hasta el saloncito del sofá de cuero cuarteado.
   —No llames a nadie —te dice, mirándote intensamente desde el fondo de sus ojos—. No ha sido un infarto —prosigue en su tono—. Ha querido suicidarse en mis brazos y yo no he tenido el coraje de impedírselo —concluye—.    
   Luego, con gesto cansado, va a la cocina para hacerte un café que no le has pedido.
   Te levantas y tratas de seguirla. Cambias de idea y vuelves al dormitorio. No pasas de la puerta porque crees que de hacerlo estarías violando la intimidad de un cadáver. Allí sigue el muerto. Te sorprende, estúpidamente, que siga en la misma postura y con el mismo rictus fúnebre. Crees que debes acomodarlo para colocarlo en una postura más humanizada pero enseguida desistes. Piensas que cuando, necesariamente, vengan los del juzgado exigirán que nadie haya intervenido en la escena mortuoria con intención de modificarla. Lo has visto en muchas películas y ahora te atemoriza y te asombra que puedas estar formando parte del elenco real de una película macabra.
   “El rigor mortis ya se habrá instalado en su cuerpo para otorgarle la rigidez eterna” —piensas—. “Si no actuamos quedará tieso para siempre y no habrá forma de colocarlo en la caja”. No entiendes por qué te preocupa tanto el ataúd y la estética de la muerte. Y entonces decides hablar con ella.    Lucía fuerza una sonrisa mientras coloca en tus manos una taza de café.
   —Ha sido lo mejor —te dice en voz baja como tratando de hablar sólo para sí misma—. Hacía tiempo que el alma había abandonado su cuerpo viejo y gastado. No se puede vivir en esa dualidad disociada. Es absurdo que alma y cuerpo vayan por caminos divergentes, al final acaban por no reconocerse. Esa es la verdadera muerte y él la llevaba sufriendo desde hacía demasiado tiempo. Por eso, cuando me manifestó sus intenciones traté de disuadirlo sin poner demasiada convicción en ello. Tengo la sensación de que en algún momento pude incluso animarlo para dar este paso. A la gente hay que darle siempre la solución a los problemas que les agobian aunque esas salidas, en ocasiones,  puedan parecer improcedentes e incluso inoportunas. Lo habíamos hablado en alguna ocasión. A Elías no le molestaba el tema, es más, te diría que hasta se recreaba en ello. Por eso yo le seguía su juego, tenía la impresión de que hablando de aquello se liberaba de las muchas angustias que oprimían su corazón casi a diario. No fue así. Me contagiaba su debilidad y a pesar de todos los sinsabores de nuestros últimos tiempos no tuve el coraje necesario para abandonarlo del todo como hice contigo cuando te dejé de amar. Era muy distinto a ti. Ni mejor ni peor, simplemente diferente, muy diferente.
   Hace una pausa. Saca un pañuelo del bolso y se suena la nariz sin hacer ruido. Los mocos acuosos caen solos. Luego continúa:
   —De ti me gustó en su día tu firmeza, de él me enamoró su desvalida dulzura. Érais tan diametralmente opuestos que para mí os complementábais de una manera maravillosa. Lo que a uno le faltaba al otro le sobraba y viceversa. Hubiésemos podido vivir los tres juntos en perfecta armonía. Si tú lo hubieses consentido posiblemente él lo habría aceptado, sin recelo. Me lo comentó en broma en alguna ocasión aunque yo sabía que hablaba muy en serio. De haber sido así,  yo habría quedado encantada, fascinada. Pero fue mejor como fue. De haber sido de otra manera, hoy tal vez los muertos serían más de dos. Siempre fuiste firme de carácter y lo que un día me atrajo irreprimiblemente hacía ti, otro, me alejó para siempre. Él me llegó a amar sin reservas, tanto que en aras de mi felicidad sacrificó su vida hasta el duelo.
   Ella está hablando y tú, como herido por la vergüenza, desvías la vista para no enfrentarte a la suya.
   —No te he llamado para que me ayudes a trasladar su cadáver, de eso me puedo encargar yo. Irene también me ayudará. Si he querido que vinieras ha sido para que los tres juntos pudiésemos compartir estos instantes íntimos y recordar, por última vez, aquello que un día nos unió y las muchas cosas que nos llevaron después a nuestro irremediable aniquilamiento. No te pido ahora que te quedes, pero si lo haces me refugiaré en ti por un tiempo, como lo hice tantas veces en nuestro pasado común sin que apenas te dieras cuenta. En estas extrañas circunstancias he sentido la necesidad de tenerte conmigo.
   Hace una pausa y te muestra un papel arrugado que saca del bolsillo de su pantalón.             
   ––Lo tenía en su mano cuando llegué.
  
   Esto empieza a hacer efecto. Muy pronto me voy a dormir y tú no habrás llegado.  No puedo esperarte, ya no queda tiempo. No me guardes rencor. Me voy con tu nombre en los labios y tu recuerdo en mi corazón. Recógelo todo y quédate con lo que creas que merece la pena guardar. Ayer rompí todos los escritos, los hice pedacitos y luego los arrojé a un contenedor. Habla con Irene, sólo con ella y con nadie más. Sólo a ti te entenderá. Si hubiera otra vida ten por seguro que te seguiré amando allá donde esté. Qué pena que después de esto ya no quede nada, ni siquiera el recuerdo. Si tuviese la oportunidad,  ten por seguro que volveré para decirte a qué lugar van los muertos”.

            Lo lees y no lo acabas de entender. ¿Qué clase de perdón le está pidiendo a Lucía? No esta solicitándole su benevolencia, lo que ha pretendido es envolverla una vez más en su espiral delirante que final y felizmente ha puesto fin a su propia tragedia en la que ha arrastrado a demasiada gente. Si ha tirado todo a la basura por qué le invita a que recoja “aquello que pueda merecer la pena guardar”. Seguramente, el muy canalla le está insinuando que indague en una búsqueda que le permita hacerle entrega de lo que antes de morir deseaba. La quiere seguir provocando incluso después de muerto. Hay que ser muy rebuscado y muy mala persona para seguir haciendo daño después del suicidio. Ahora te das cuenta de su jugada. Él ya sabía que Lucía te llamaría y que te haría partícipe de su acto final y minúsculo y que con esa nota no estaba provocando su curiosidad sino la tuya.  Quieres hablarle de todo esto pero entiendes que no es el momento, a los muertos hay que llorarles mientras están de cuerpo presente pero una vez enterrados al traste con su memoria y sus últimas voluntades.
   “¿Qué recoja todo y se quede con lo que crea que merece la pena guardar?”. Sigues sin entender.
   Entre el desconcierto y la indignación vuelves a leer dos, tres, cuatro veces aquel escrito mortuorio y poco a poco te va pareciendo menos cruel, llega a parecerte incluso hermoso, sobretodo el último párrafo al que encuentras bellamente literario y poético. Cuando terminas la cuarta lectura lo pones contra la pared para alisar las arrugas. Luego, lo doblas en cuatro partes y se lo devuelves a Lucía.
   —No lo pierdas —le dices—, es la prueba auténtica de su voluntad final. Puede que te sirva.
   Ella te mira con perplejidad y acaba dibujando en su rostro cansado un inquietante punto de interrogación. No sabe cómo interpretar tus últimas palabras.
   Estáis ahora los dos nuevamente en la habitación donde Elías yace panza arriba y con la boca abierta. Tiene puesta la chaqueta de un pijama a rayas verdes y blancas y unos calzoncillos azules con lunares blancos. Parece que están meados. Se te antoja que es un atuendo poco serio para un acto tan trascendente como un suicidio. Su expresión te recuerda a muchos adormilados de los que viajan al amanecer en los trenes de cercanías. Podrías intercambiar su cara de muerto con la de cualquiera de ellos. Está tan natural, tan poco estresado, que por un momento te asalta la duda acerca de la certeza de su muerte y quieres acercarte para tocarle y cerciorarte, pero desistes ante semejante estupidez. Tiene que estar ya frío y sobre todo rígido y cuando vuelves a pensar en la muerte se te viene al pensamiento la imagen del portero de tu casa al que encontraste tirado en su garita un amanecer, de no hace muchos meses, víctima de una muerte repentina Aquel muerto levantó entre el vecindario muchísimo revuelo e incluso algunas dudas razonables sobre la causa de su  óbito. “No era buena persona” —se decía de él.
   Te vuelves hacia Lucía y lanzas un suspiro al aire como dando a entender que así es la vida. Ella no percibe tu intención. Tiene la mirada ausente y los hombros caídos. Te crees en la obligación de dar un poco de consuelo. Has visto que en los duelos la gente, incluso los poco allegados entre sí, se abrazan efusivamente y se dan besos en la cara y palmadas en la espalda, como si en el contacto físico se diluyera el dolor de la desesperanza. La tomas por la cintura y la atraes hacía ti en un gesto exento de ternura. Sigue exhalando el aroma que tanto te excitaba en otros tiempos pero no pones ni un ápice de intención en ese acto. Ella, para tu asombro, reclina su cabeza en tu hombro y te dice que nadie se merece lo que estáis viviendo. Y entonces sientes pena por ella y por ti,  e incluso por el desalmado que acaba de quitarse de en medio haciéndoos partícipes de su último acto de cordura. Es un dolor compartido aunque uno de los tres ya no sienta nada. Y piensas, atropelladamente, en vuestras vidas marchitas que se han ido triturando poco a poco en los engranajes de un mundo vacuo. Los años han ido pasando a una velocidad que no era imaginable cuando corríais ante los caballos locos de los tiempos felices. “Cuando termine la escabechina del tiempo —piensas—, llegarán los días de tamizadas luces suaves y con ellos la paz”.

Continuará...
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miércoles, 13 de mayo de 2015

EL DECLIVE (Piscis)

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EL DECLIVE (Novela)


(PISCIS)
           
Damasco, abril de 1999.

Tú crees que la belleza de los pueblos está más en el misterio de su pasado que en la realidad de su presente.
                                   
   Apenas has dormido. El insomnio de las noches, piensas, es como un túnel interminable lleno de pensamientos negros.
   A lo largo de tu desvelo interminable has ido contando las horas lentas mientras olisqueas su espalda y tratas, inútilmente, de adormecerte con el ritmo atemperado de su respiración. Hasta te has atrevido a acariciar muy suavemente todo su cuerpo sin que se despertara, llegaste incluso a alojar tu mano entre lo íntimo de sus piernas para sentir en tus dedos, con inmenso placer,  el intenso calor que se derramaba desde sus entrañas.  Se ahuecó contra tu vientre cuando le llegó su noche y, en su postura fetal, apenas movió un solo músculo durante el sueño. Sólo respiraba, tranquila y confiada. No habló confusamente en sus sueños como lo suele hacer en ciertas noches inquietas, ni tampoco chirrió los dientes como cuando tiene sus pesadillas de siempre.
   Al tiempo señalado y con las primeras luces, la ciudad se ha ido desperezando con el canto redundante de los almuédanos en la primera llamada a la oración. Te has vuelto a estremecer esta mañana como aquel día lejano en Estambul cuando oíste por primera vez el canto misterioso del muecín en la pequeña mezquita que guarda la salida del Gran Bazar. Te pasa siempre; esa música mística te transporta a tu pasado más remoto y te deja colgado de tus nostalgias. Dicen que en Damasco hay más de seiscientas mezquitas y que todas lanzan, simultáneamente, al aire sus plegarias en sintonía con la más sagrada todas; con la de la Gran Mezquita de Al-Hamidie, la que levantaron los Omeya en el siglo VII para la mayor gloria de Alá.
   —Ponte a rezar, infiel  —te dice Irene a modo de buenos días—. Tus pecados de la última noche te han cerrado para siempre la entrada a mi paraíso. Sólo la penitencia y el cilicio podrán redimirte de tus culpas —añade, bromeando.
   Y luego te toma en sus brazos y te llena de besos y te deja que hagas con ella lo que has estado anhelando durante toda  la noche. Y entre la pasión y el éxtasis derramas en sus adentros todo el amor que en ti se desborda.

   En el zoco no consigues liberarla de la exasperante manía de los sirios que en cuanto ven a una occidental, sea del porte que sea, se lanzan hacia ella con la pueril tarea de pellizcarle el trasero. Al principio ha sido tal su sorpresa que ni siquiera te lo ha dicho, porque tampoco acababa de creérselo. Luego le ha dado por reír y al final, entre aburrida e irritada,  le ha soltado un sonoro bofetón al que tal vez menos se lo merecía. Has temido por un momento verte envuelto en la polémica pero para tu sorpresa otros damascenos han reprochado la osadía al reincidente tocaculos y le han afeado su conducta, medio en broma medio en serio. Todo ha quedado en nada; un azucarillo que se disuelve en el fondo de un vaso de té. Es normal en aquel lugar; la gente, la buena gente siria, suele hacer gala de su bondad y de su paciencia lo mismo que de su infantil picardía. Tocan el trasero a las occidentales y luego desaparecen entre la multitud como si no hubiesen sido ellos. Irene y tú os habéis reído por esa experiencia ridícula y tú le has pedido, bromeando, que si se repiten los tocamientos se relaje y disfrute, que nada de líos y menos en los laberintos de aquel bazar milenario y misterioso.
   Encantados, os dejáis arrastrar por la ola incesante de las gentes que a esas horas meridianas se afanan en tareas incomprensibles por entre las mil callejuelas que serpentean el zoco. Le has comprado dulces de pistacho y miel que coméis descuidadamente durante el paseo. En sus labios se queda la melaza que intencionadamente pega sobre los tuyos con besos exentos de recato para escándalo de los viandantes.
   En uno de los mil tenderetes ella ha comprado jengibre, cardamomo y té de azahar.
   Todo lo huele con deleite tratando de atrapar para siempre los excitantes aromas que inundan el mercado. El comerciante os hace pasar al interior de su garito donde su mujer, cubierta con velos negros, prepara una humeante infusión que sabe a menta amarga. Es la forma de daros una bienvenida que no habéis pedido y que tampoco acabáis de entender del todo. A Irene le gusta pero para ti llegar a ser casi molesto. Son las maneras hospitalarias de un pueblo viejo y amable. Crees entenderle que tienen siete hijos. Os pregunta por los vuestros y tú ríes mientras Irene desvía su vista hacia otro lado como desinteresándose del tema. La mujer del comerciante no habla, ni siquiera sonríe, pero él dice que posee dotes para hacer fértiles los vientres estériles, que su recurso nunca falla, que ya curó de esa desgracia a muchas casadas y que podría hacerlo con vosotros si quisiérais. Su intención suena a propuesta en firme. Incómodo, tratas de derivar una conversación que te parece inoportuna. Entonces, de reojo,  observas en Irene un gesto adusto que ensombrece, por un instante, su semblante risueño. Ella está en la edad para engendrar  hijos pero, por ahora, quiere mantener cerrada su fuente de vida. No le interesa el compromiso. Tomó su decisión hace tiempo. Ambos lo sabéis pero ella rehúsa siempre hablar de un tema que permanece aletargado en vuestras conciencias y que surge cuando menos se espera. Lo poco que te ha hablado de ello ha sido para pedirte que nunca vuelvas sobre el tema.

   Sobrecoge el patio de las abluciones por su inmensidad y su belleza. Los fieles y visitantes deambulan descalzos despreocupados de todo cuanto les circunda. Al atravesar el umbral de la Gran Mezquita sientes que el tiempo se ha detenido en un pasado difícil de precisar. El ambiente de paz te envuelve y te arrastra insensiblemente hasta el interior del templo. Ella entra en la macsura confundiéndose con las demás mujeres y tú te sientas en el suelo alfombrado frente al mihrab. Unos pasean por las naves, otros sestean, algunos rezan y la mayoría no hace otra cosa que estar allí, sin hacer ni esperar nada, en un lugar mágico donde no cuentan ni el espacio ni el tiempo, donde la grandeza de la divinidad se hace inconmensurable y donde la idea del hombre se colectiviza para empequeñecerlo, para recordarle que su  pasado sin Dios no hubiese sido posible y para reafirmarle en la idea de que  su futuro depende exclusivamente de su fe.
   Como dos peregrinos habéis dado una vuelta en torno al mausoleo de Juan El Bautista, el profeta musulmán, el Enviado de los cristianos. Los extremos siempre se tocan. Entonces comprendes que todo converge hacia un mismo punto: ella contigo y tú con ella, hasta que la vida decida separaros.
   No fue la vida la que os unió sino las circunstancias extrañas que teje la existencia en su discurrir incierto.


Continuará
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domingo, 10 de mayo de 2015

El Declive (Virgo)

EL DECLIVE (Novela)

...Viene del post anterior


VIRGO

Vivir en la nostalgia (etimológicamente; nostos = regreso, algos = dolor) es recrearse en la pena de no poder vivir lo vivido o de no retornar al sitio deseado. Es algo en lo que no hay que caer porque eso siempre hará daño.

   Fue Elías, como siempre, quien intencionadamente te lanzó este dardo emponzoñado cuando le dejaste entrever la añoranza de tu pasada vida en común con la mujer que amaste un día.
   Has pensado muchas veces en aquel encuentro y en qué modo la casualidad y una carga policial transformaron una parte fundamental de tu vida. A medida que el tiempo pasa los recuerdos se hacen más vívidos y la voz de la nostalgia se agudiza con la vana intención de hacerte retroceder hacia un pasado que ya no es posible, hacia un ayer que ha  quedado definitivamente oculto por la bruma y envuelto en la melancolía. Sabes que toda persona tiene que recorrer por sí misma el camino de su vida sin detenerse en reflexiones inútiles y, en ese trayecto, no es bueno perder el tiempo en los recuerdos. Tú lo has recorrido casi de principio a fin y lo poco que aún te queda, lo más insignificante que aún te resta por vivir, va a estar marcado por la nostalgia incontrolable, por el dolor lacerante de los actos fallidos, por lo que pudiste hacer y no hiciste, por lo que deberías de haber hecho y dejaste sin terminar y por lo que fuiste abandonando en manos de la desidia indolente. Y así, sin apenas darte cuenta, el presente inexorable se ha ido tragando, hasta agotarlo, el pasado inolvidable y un porvenir incierto, cuajado de dudas.
  No es bueno, piensas ahora, que tengamos en cuenta nuestro pasado, y menos aun cuanto más remoto sea porque con frecuencia nos asalta desde las sombras para imponernos su tiranía. La juventud es para vivirla pero jamás para recordarla porque siempre nos hará daño. Por más fuerte que sea el deseo titánico de regresar a lo que ya no existe. Hay que mantenerse incólume y no caer en la veleidad de lo que ya forma parte innegociable de nuestra pequeña y miserable historia. La vida hay que vivirla en el hoy y en el ahora, lo que pasó ayer y lo que tenga que venir mañana no debe someternos a su yugo.  Echar el ancla o ahondar la raíz, piensas que es sólo para los que han vivido una existencia mediocre y ni quieres ni crees que ése sea tu caso.
   Viviste inquieto las semanas que siguieron a aquella manifestación. Lucía, en contra de lo que te prometió, tardó un tiempo en volver por la facultad. Dudaste de su palabra e incluso de ella misma. Ansiabas verla sin saber exactamente por qué ni para qué y no te atreviste a preguntar por su ausencia a pesar de que lo deseabas intensamente. Recorrías entre clase y clase todo el edificio y pasabas en el bar más tiempo del que habitualmente solías. Te aprendiste los horarios de todas las clases de segundo curso e incluso entraste en relación con algunos de sus alumnos. Ni rastro de tu compañera de infortunio. Incluso volviste a caminar por las calles donde la derribaron los agentes de la furia y llegaste a rastrear una buena parte del barrio de Salamanca por si la causalidad la ponía a tu alcance. Todo inútil, no conseguiste ni el menor indicio de tu infortunada manifestante.
   Cuando aquella noche de los caballos locos regresaste a tu habitación te metiste directamente a la cama y apagaste la luz. No quisiste hablar con nadie. En tu pensamiento, la imagen de Lucía sobrevolaba  en círculos concéntricos como una paloma que ha perdido el rumbo. Dormiste mal y antes de lo acostumbrado te tiraste de la cama para errar por las calles de tu barrio un poco antes de que saliera el sol.
   Lo supiste todo días más tarde: el guardia de la cachiporra le había fisurado dos costillas. Lo de la rodilla no fue importante pero aquella lesión costal le costó tres semanas de reclusión domiciliaria. En su casa dijo que se había resbalado por las escaleras de la facultad, y la creyeron. Una joven formal y seria, hija de un coronel de caballería, no puede tener veleidades políticas y mucho menos formar parte de una manifestación estudiantil contra el poder instituido. Esas irreverencias quedaban reservadas, únicamente, para los hijos díscolos de los enemigos de España.
   Casi no pudiste reconocerla cuando al fin pudo venir a verte como te había prometido. No la recordabas tan alta ni con el cabello tan largo, ni siquiera la profundidad de su mirada se parecía a la que se te quedó grabada la noche de la ira, parecía incluso más mayor que el día de los llantos.
   —Intenté avisarte —te dijo lamentando el gesto—, pero ni siquiera me dijiste donde vives. 
   Después te contó entre bromas y risas las mentiras que tuvo que contar en su casa para justificar sus lesiones. La dulzura de su mirada te liberó de tus pasadas angustias y lograste unir tu sonrisa a la de ella como el cauce de dos ríos que, de pronto y sin saberlo, se abrazan amorosamente para caminar juntos, como en un milagro; como en un presagio.
Al cabo de pocos días os veíais casi a diario. Al principio fue en la facultad y más adelante en todos los sitios. A los dos meses de aquel fortuito encuentro en la casa de los viejos, un amigo os cedió un pequeño piso en Embajadores. Cada uno siguió viviendo en el hogar paterno pero en aquella cueva dábais rienda suelta a todo lo que llevábais dentro. Fue el lugar para hablar, para estudiar, para reír, para discutir sobre vuestros puntos de vista (tan diversos en tantas cosas), para cocinar los sabrosos guisos que ella te hacía mientras tú la observabas alucinado y sobre todo el lugar donde os amábais con una mezcla de pasión y ternura que te llevó al delirio que no habías experimentado nunca.  
   Te confesó que le gustaba el periodismo de investigación y que a ello se dedicaría al finalizar la carera. Un amigo de su padre, un hombre de influencias, le había prometido conseguirle una beca para hacer un máster en Washington al término de sus estudios. Decía que sólo en Estados Unidos aprendería a trabajar en la forma que ella pensaba. En otros sitios, incluso en el Reino Unido, los periódicos seguían directrices muy encorsetadas dictadas por los magnates de la prensa y a esas consignas tenían que plegarse incluso los que se consideraban más liberales.
   Te sorprendió, que pese a estar en los primeros cursos, te hablara de su futuro profesional con tanta seguridad y conocimiento. Te cambió tus esquemas. Tú creías que aspiraría a ser una más dentro del elenco de periodistas femeninas que acaparaban las revistas de moda y cotilleo o de las que se colocaban anónimamente detrás de un micrófono para dar las noticias escuetas que venían enlatadas desde el ministerio. El tiempo le dio la razón aunque para eso tuviera que atravesar un penoso sinaí sin otro soporte que el de sus propios méritos. Tú le ayudaste más bien poco pero al final consiguió lo que se había propuesto. No brilló con luz propia desde el principio como lo hiciste tú;  tuvo que subir peldaños cada vez más escarpados para llegar hasta un cenit profesional que a ella le colmaba y a ti te parecía poco relevante. Lo tuyo fue distinto; tu tesón te abrió las puertas, eso es justo reconocerlo, pero hubo otras muchas cosas, algunas no confesables y otras incluso vergonzosas, que te ayudaron a subir casi sin esfuerzo y de modo meteórico hasta las cumbres más altas de los proyectos que habías soñado desde tus años universitarios.   
   Tu enfoque era distinto pero lo tenías tan claro como ella. Lo tuyo era hacer televisión aunque para ello tuvieses que pasar incluso por encima de tus principios. Te fascinaba el medio. Creías que tenía unas posibilidades extraordinarias que no estaban siendo convenientemente aprovechadas. Leías  cosas que te llegaban de fuera y sacabas tus propios esquemas. Ideabas programas novedosos y te divertías desarrollándolos a tu estilo con personajes de la vida real sobre escenarios auténticamente irreales. Te imaginabas moderando un debate sobre un asunto del pasado lejano pero adaptándolo a tus tiempos tratando de sacar conclusiones. Por ejemplo; proponías las invasiones que llevó a cabo Roma sobre Europa a base de guerras encarnizadas seguidas de imposiciones deshumanizadas y querías basarte en ellas para aplicarlas al moderno colonialismo americano. Establecías paralelismos un poco atrabiliarios entre la Guerra de las Galias y la de Vietnam de los sesenta.  Creías que con ello concienciarías a una sociedad conformista y que eso serviría para hacer un mundo menos perverso y más colorista que el que os estaba tocando vivir. Cargabas toda tu pasión cuando exponías estos proyectos ilusorios que luego no pudiste llevar a cabo.
Lucía era una excelente y ecuánime crítica de todo cuanto le presentabas. No te dejaba pasar ni una y a veces era tan estricta que hasta llegaba a enojarte. Te ponía los pies en la tierra. “Eso que planteas”, te decía, “queda muy bien para Estados Unidos o para Francia, pero recuerda que vives en un país sin libertad de prensa ni libertad de nada”. Entonces tú le asegurabas que en pocos años, tal vez meses, la dictadura moriría con el dictador y que todo se transformaría de la noche a la mañana. “Los que hoy están”, le decías con convicción profunda, “mañana se habrán ido o los habremos echado y entonces seremos nosotros los que tomemos la sartén por el mango.  En poco tiempo nadie se acordará de ellos. Cuando se es libre, como vamos a ser nosotros, el pasado queda tan desdibujado por la nueva realidad que no vuelves a dar un paso atrás ni para tomar impulso.”
   Discutíais horas enteras sobre estos y otros temas. Ella era mucho más realista. Sin su tesón, sin su visión práctica del mundo, las cosas no le hubiesen funcionado con la contundencia que lo hicieron. Cuando la conversación entraba en soluciones imposibles ella, con sutil habilidad, derivaba el tema y lo daba por concluido. Tú creías que habías ganado el debate. Ella pensaba que esa era su forma de decirte que te amaba por encima de todas las cosas.
   Al año de finalizar tu carrera ya ganabas el dinero suficiente para poder independizarte. Tenías un puesto fijo en la radio y hacías colaboraciones en prensa. Tu timbre de voz, aterciopelado y viril, era muy radiofónico y ello te valió no sólo para el medio sino para poner sonido a cuñas publicitarias que te pagaban muy bien. La convenciste para el matrimonio cuando aún le quedaban dos años para finalizar sus estudios. La acosabas con vehemencia. Le dabas mil y un argumentos para que aceptara tu propuesta. De nada valieron las llamadas a la cordura de las dos familias. Ni tus padres consiguieron cambiar tu opinión ni tus futuros suegros tampoco.
   Ella era la única que sabía de sus dos faltas cuando se vistió de blanco. No quiso decirte nada para no agobiarte ni condicionarte. Estaba preciosa el día de vuestra boda. Para ella todo resultó excesivo. Le hubiese gustado algo más íntimo; una pequeña ermita en pleno campo castellano con los invitados justos; con los amigos, con la familia próxima, con muchas flores y aromas de inciensos, con una comida campera y con la orquesta de cámara de la facultad desgranando su música barroca preferida mientras te declaraba solemnemente su amor eterno.
   Unos días antes, Lucía había ido a la casa de los viejos que os dieron cobijo la tarde de los caballos locos. Quería invitarlos a la boda. El viejo había muerto y la vieja, demenciada,  había sido internada en una residencia. Sintió mucha pena.
   A ti aquello te pareció lo adecuado e incluso pensaste que podría haberse mejorado en algunos aspectos. Doscientos cincuenta invitados era el número mínimo para que una boda pudiera calificarse de importante. Daba igual que no conocieras a la mitad de aquella gente que se deshacía en saludos vacuos y luego se hinchaban a dos carrillos para hacer crítica a los postres sobre la escasa calidad de los vinos o la excesiva humedad de los puros habanos. Tu madre no paró de llorar y tu padre, tan serio como de costumbre, apenas pronunció palabra durante el banquete. Os colocasteis como suele ser habitual en esas tediosas celebraciones. A tu derecha la novia, a la izquierda tu madre, más allá los demás, y frente a ambos un futuro cargado de inciertos presagios como suele ocurrir en casi todas las bodas. Antes de cortar la tarta ya te habías levantado varias veces para saludar a los que a ti  te interesaban, a aquellos que ibas imperiosamente a necesitar para tu escalada profesional. 

   No fue bueno el clima en Mallorca. Llovió todo el tiempo. La isla del amor estaba empapada con las inconsolables  lágrimas de una primavera extraña. Las playas estaban desiertas y la imponente silueta de la catedral se escondía con tozudez detrás de una neblina impermeable. Esa semana de miel estuvo marcada por el sexo.  De vuelta en Madrid, durante vuestra primera cena, te dijo que estaba embarazada. La abrazaste con un afecto calculado y  trataste de tranquilizarla con un: “No te preocupes, que todo va a salir bien”. Y te fuiste a dormir. Desde la boda, esa fue la primera noche que no hicísteis el amor. Y todo salió bien. El embarazo fue bueno y el parto rápido y sin complicaciones. Cuando tuvo en sus brazos el pequeño trozo de carne que había pateado su vientre durante las últimas semanas no pudo reprimir un llanto dulce y emocionado que la compensó de todos los sufrimientos recientes.

   A ti te gustaba Andrea. Ella prefería Paula. Y así fui inscrita en el registro civil.

Continuará...
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miércoles, 6 de mayo de 2015

EL DECLIVE (Leo)

EL DECLIVE 

Viene del post anterior...

LEO

El féretro de Elías acaba de ser engullido por la trampilla que lo arrojará al horno crematorio. El silencio de la pequeña capilla es total.
   “Sin amor la vida es un vacío donde uno se muere de tristeza”, solía decir él.  “Sin amor el recuerdo retuerce las entrañas para seguir haciendo daño”, piensas tú. 
                                   
Madrid. Primavera de 1969.

La ciudad está iluminada por un sol tardío y en declive.
A la hora de la cita cientos de estudiantes se han congregado en la plaza para iniciar la protesta y dar así testimonio de su oposición al régimen mortecino, para agitar banderas nuevas que hablan de cambios y libertades. De sus cambios, de sus libertades. Dicen que la ansiada hora está a punto de llegar y eso ilusiona a las gentes, a los crédulos, a los que quizá aun no hayan vivido el tiempo suficiente para dudar de todo, para desconfiar del hombre. El gobernante y su régimen agonizan sin remedio. Nada va a quedar atado. Todo va a renovarse, milagrosamente, desde los mismos posos de su vieja esencia para rabia de algunos, para perplejidad de muchos, para regocijo de la mayoría.
   Sin mucha convicción te has sumado a la multitud, más empujado por la curiosidad y el compromiso que por los ideales que enarbolan tus compañeros de la facultad de periodismo, hasta has agarrado una bandera tricolor que no sabes bien qué significa ni para qué puede servir. Para qué sirve un banderín de tintes revolucionarios en un país donde parece que todo estuviese predeterminado desde el inicio de su historia. Los cabecillas de la manifestación, los líderes del movimiento estudiantil, los corifeos todos, vociferan por los megáfonos consignas rimadas que los demás repiten, mecánicamente. Creen que en esos mensajes va escrita la redención de un pueblo viejo y sin remedio. La turba se mueve errática y con recelo, con miedo. Todo debe ser destruido para que todo pueda ser renovado y dejarlo como siempre.
   Alguien da la voz de alarma.
   Y como el rayo que rasga el cielo sereno la carga policial se echa encima del gentío golpeando ciegamente todo lo que encuentra. Dan fuerte y sin piedad. Tiras el banderín y corres como los demás, alocadamente, buscando algún portal abierto que te de cobijo. Dan fuerte y sin piedad, con saña. “Rodríguez, no me jodas y no me blandees ahora, agarra fuerte la defensa y que no escape vivo ni uno solo de esta pandilla de maricones. Pega hasta que revienten.”. Es la voz airada del jefe de la brigada dirigiéndose a uno de sus enloquecidos guardias. Impresionan montados en sus imponentes caballos. Dan miedo y sobretodo dan fuerte, golpeando todo lo que pillan. Cuando al fin logras cobijo en el portal entreabierto te chocas con ella. Está acurrucada detrás de la puerta medio cerrada. Llora y tiembla todo a un tiempo y no hay forma humana de poder tranquilizarla. La caballería se oye cerca. Los cascos de los caballos contra el adoquinado te martillean los oídos y te confunden el ánimo. Piensas que de allí no vas a salir vivo. Tu pesimismo habitual aflora sin remedio. Buscan a los que se han refugiado para cercarlos y cogerlos y tú eres uno de ellos, pero ¿ella? ¿qué hace aquella desvalida en aquel lugar y a aquella hora tan inoportuna?  Quisieras peguntárselo pero no es el momento. Tiene el pelo revuelto, las medias rotas y una rodilla desollada. Uno de aquellos energúmenos le ha sacudido la espalda con su cachiporra poniéndola a los pies de los caballos. Milagrosamente no la han pisoteado. ¿Cómo se puede acudir a una manifestación callejera con falda, tacones y medias? En medio del desbarajuste aún te da por pensar en cosas estúpidas y que no hacen al caso. Siempre has sido muy crítico con los modos y modas de los demás sin reparar que tú mismo incurres fácilmente en lo que tanto enjuicias. Lo importante ahora es escapar, esconderse, que no te alcancen, huir, porque si te cogen ya sabes lo que te espera: el furgón y los sótanos de la DGS, los interrogatorios, las amenazas hechas carne tumefacta, los golpes secos y húmedos, y al final la visita del abogado amigo de la familia y la bronca del padre mezclada a partes iguales con el lamento lacrimógeno de la madre. Quedarás fichado en los archivos policiales y eso sería una lacra insalvable para tu futuro.  
   Oyes una voz sorda que te llama desde el piso de arriba. Os están invitando a subir. Os están brindando refugio y una posibilidad, tal vez la única, de escapar de aquel encarnizamiento irracional. La coges de la mano con fuerza y a tirones la haces subir los peldaños de dos en dos. Mientras ella te sigue, tragándose sus lágrimas, tú tratas inútilmente de ocultar tus miedos aparentando una templanza que nunca acude en tu auxilio en casos como éste. Tiemblas visiblemente y el corazón quiere salirse de la caja de tu pecho para huir hacia no se sabe dónde.
   El viejo con cara de cachimba turca os mete a empellones y cierra rápidamente la puerta. A través de un pasillo oscuro os hace pasar a una cocina mal iluminada por un fluorescente de agónico centelleo.
   —¡Demonios de muchachos! —os dice, entre enojado y conmovido—. Tendríais que haber vivido lo que viví yo para no querer andar nunca más con estas algaradas. Os acabarán matando por vuestra estúpida causa que no interesa a nadie. Conozco a esa gente. Quedaos aquí y no os mováis. ¡Demonios de muchachos! —vuelve a repetir y mira hacia atrás como si le siguiese alguien.
   La casa huele a orines y la cocina donde estáis a puchero de repollo y a pedo de lombarda. Todo está en penumbra, como dando a entender que en aquella casa sólo habita la vejez en espera de la muerte. La vieja de piel pergamino se está secando las manos con el pico de su delantal y os echa una dudosa mirada, mezcla de desconfianza y desprecio. Saca un vaso de la alacena, lo llena de agua del grifo y se lo tiende a la muchacha.
   —Primero ella —dice, mirándote con desafío—. Luego tú.
   La vieja es tuerta y cojea sin recato. Su ojo derecho ha sido engullido por el glaucoma y con cada paso su cuerpo se balancea como un limpiaparabrisas. El viejo va y viene desde la  cocina a la sala que da a la calle. Va de puntillas y pega la oreja a la ventana cerrada tratando de saber qué está pasando abajo. Las persianas están echadas.
    —Siguen dando —dice cuando vuelve.
   Luego saca una petaca de picadura y echa unas hebras en un papel bambú. Lía el petardo con parsimonia dejándolo en un extremo de sus comisuras. Le prende fuego y aspira lo justo para que encienda y se vaya consumiendo solo. Cierra el ojo por donde la pequeña columna de humo tiende a cegarlo. Es ahora cuando de verdad su rostro ajado por el tiempo parece una cachimba turca. No se ha puesto la dentadura postiza y los labios se le hunden lastimosamente en la oquedad arrugada de su boca. Con una mano coge la petaca y te la tiende ofreciéndote que lo acompañes. Agradeces la oferta y la rechazas. La mujer sube el volumen de la radio y sigue con su faena. Tan pronto friega un cacharro como tiende la ropa en la pequeña galería por donde la cocina se abre al patio vecinal. Parece que ya no le interesáis. Desde la ventana de enfrente una mujerona de más de cincuenta la llama por su nombre. Quiere saber qué está pasando abajo. La vieja responde que no sabe ni ha oído nada.
   La muchacha de las lágrimas se llama Lucía y está en segundo.
   Tú nunca la has visto en tu facultad y te extraña porque es demasiado bonita para que pase desapercibida. El vaso que le ha ofrecido la vieja de mirada hosca le tiembla en las manos y el agua se derrama por su barbilla cuando quiere llevárselo a los labios. Un reguero oportuno, que ha cogido su cauce natural, se ha empezado a deslizar  por el canal entreabierto de sus pechos. La muchacha detiene el cauce con sus dedos y tú percibes entonces la magnífica tersura de sus dos tetas, casi recién estrenadas. Os miráis pero ella hace como que no te ve, desvía su mirada y con palabras entrecortadas agradece a los viejos su ayuda. Todavía tiembla y de vez en cuando todo su cuerpo se estremece espasmódicamente en una convulsión involuntaria pero ahora, al menos, ha dejado de lloriquear. Se atusa el pelo revuelto y sin ningún recato se suena los mocos con estruendo. Pide permiso y desde la sala contigua llama a alguien por teléfono. No puedes saber con quien habla pero cuando vuelve está más relajada y manifiesta intenciones de abandonar la casa. La vieja se lo impide. Desde la escalera aun se escucha el tumulto callejero y las sirenas de la policía. Dice el viejo que los guardias han entrado en el portal y se han llevado por lo menos a dos. Los forrarán a guantazos para no sacarles del interrogatorio nada que les pueda interesar; ni son activistas prosoviéticos, ni trabajan para ningún peligroso partido clandestino que pretenda desestabilizar el sistema, son simplemente jóvenes estudiantes en edad de protestar. Han ido a la manifestación, como la mayoría,  tan sólo para proclamar su desacuerdo por cosas que tampoco tienen claras. Es la infatigable rebeldía de los pocos años. Mañana, en la facultad, las octavillas dirán quienes han sido los detenidos y vuelta a empezar; más arengas, más huelgas y más manifestaciones ilegales para que los liberen. Es el cuento de nunca acabar, hasta que el Régimen se extinga.
   La cerveza que te ha dado el viejo te ha revuelto la entraña y acabas vomitando tu propio estómago en la mugrienta taza de un escusado fétido. Sientes un gran alivio cuando terminas. Te miras al espejo y ves en él la imagen reflejada del viejo. Está apoyado en el quicio de la puerta, observándote. “
   —Hay que tener un poco más de lo que tenéis vosotros para terminar con todo esto. Antes acabará él con vosotros que vosotros con él —te dice—. Tira de la cadena cuando termines —y añade—:Lávate la cara y las manos. Ahí tienes toalla y jabón.
   Y se va.    
   Cuando volvéis a la calle os sentís más seguros bajo la protección que os otorga la oscuridad de una noche incierta. Habías dejado tu moto encadenada a una farola de la plaza de Olavide; diez minutos a pie o algo menos si te das prisa. Te ofreces a llevarla pero ella rechaza tu propuesta. Lo mejor es el metro para evitar problemas. Sin que ella te lo pida la acompañas a la cercana boca de Alonso Martínez que os brinda acogida como el seno de una buena madre. Te sientes bien jugando el papel de colega protector. Piensas que tiene que notarlo pero no te hace ni un gesto de reconocimiento. Te molesta esa actitud displicente, casi ingrata. Todavía insistes en llevarla a la consulta de un médico amigo para que le cure la herida de la rodilla. No se te ocurre proponerle una casa de socorro, con el parte médico oficial quedaríais fichados. No acepta.
   —No es nada. Ya no me duele, tan sólo siento un poco de molestia en la espalda. Me arreó fuerte el muy bestia —te dice, poniendo en su gesto una mueca de dolor.
   Y por primera vez has visto que al sonreír es todavía más bonita. Os despedís en la entrada. Sólo tiene tres estaciones hasta Diego de León, un barrio elegante para gente acomodada.
   Antes de irse, Lucía te mira desde el fondo de sus ojos y dice que te conoce, que sabe quien eres. Te ha visto varias veces en la facultad sin que tú te hubieses fijado en ella. Sabe que estás en quinto curso y que gustas a muchas chicas, también sabe que eres algo tímido, como ella, y que no tienes muchos amigos. No quiere darte su teléfono pero promete que hará por verte uno de estos días entre clase y clase, a media mañana, en el bar. Desde lo alto de la escalera la observas con su abrigo abierto y su pelo suelto perdiéndose entre el gentío que baja hacia los andenes. Te quedas parado sin saber qué hacer. Tu conciencia vuelve a gritarte que no es bueno dudar. Cuando te decides a rescatarla ya es tarde; su tren acaba de partir.

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