jueves, 23 de abril de 2015

"El Declive" (Tauro)

"EL DECLIVE" (Novela)




Viene del post anterior

TAURO

Ya sabes que estás viendo el tiempo en que todo acaba y que no son horas para sueños diletantes. Te costó tiempo asumirlo y más aun aceptarlo. Ahora ya está. Sólo queda deslizarse por su pendiente hasta llegar al final. Sin dolor, si es posible.
   El campo está todo blanco. Hace varias semanas que no llueve. El frío es intenso, cruel. La atmósfera, entre los humos tóxicos que emana la industria y los gases infectos de los coches, se vuelve día a día más irrespirable; son incomodidades que una tras otra van  haciendo de la ciudad un lugar inhóspito, insoportable. A lo lejos, los edificios más altos se adivinan como fantasmas emergentes entre la neblina sucia y el cielo gris.  Por la ventanilla se cuela un sol de enero, tímido y tibio, que ha nacido hace pocos minutos. Su reflejo contra la escarcha tiñe de nácar los pastos secos, cegándote. Desvías la mirada hacia el interior del vagón sin  fijarla en nada ni en nadie.  Todo pasa en un tiempo irreal.
   A esas horas de la mañana el tren de cercanías va abarrotado de gentes somnolientas que se resisten a aceptar las pequeñas tragedias que se adivina en sus rostros. Van a sus trabajos. Se les ve con desgana, sin ilusiones, casi forzados a aceptar un destino que no han planeado, como irían los condenados a galeras en los tiempos pasados. A través de sus tristes semblantes se puede adivinar lo que sus pensamientos ocultan. No puede ser feliz quien está obligado a tomar cada amanecer un tren de cercanías repleto de gentes tristes para acudir al trabajo. Deberían de estar prohibidos, piensas. Peor es el coche. Hace tiempo que decidiste dejarlo aparcado para siempre, bueno, para casi siempre, porque sólo lo sacas muy de tarde en tarde para escaparte a tu casa del mar, para sentarte en la misma piedra donde dejas que tus sueños se escapen hacia un pasado irrecuperable pero que para ti es balsámico y adormecedor.       La ciudad se ha hecho insufrible. Ya no sabes quien tiene la culpa de todo este caos. Hay demasiada gente aglomerada en un callejero que ya no da más de sí. Le has escrito muchas cartas al alcalde ofreciéndole soluciones. No se ha dignado contestar a ninguna, ni siquiera sabes si las habrá leído. “No sirve de nada, ilustrísimo señor,  seguir haciendo más puentes”, le has dicho, “ni más túneles, ni más zanjas, ni más pozos, ni nuevas autopistas... Al final, el inmenso socavón que esta pronto por llegar, se lo tragará todo”, le has hecho saber. Un puente de mayo te diste cuenta de la perfecta solución y así se lo dijiste en una de tus cartas, en una de las muchas que jamás contestó. “Madrid sólo está preparado para acoger a la mitad de sus habitantes”, le escribiste. “Ordene su señoría”, añadías, “que la mitad de los habitantes salgan a la calle por días o por semanas o por meses o por años y que la otra mitad se recluya en sus casas. No es la solución ideal, pero puede funcionar”, concluías. “Disfrutaríamos de una ciudad más sosegada y habría la mitad de atropellos, la mitad de robos, la mitad de crímenes y sobretodo la mitad de infartos de los que a diario sucumben ante el imperio del caos.”
   Son treinta y dos  minutos hasta llegar a tu destino; un tiempo demasiado largo si se tiene prisa y un período demasiado corto si se quiere hacer algo para matar aquella media hora muerta. No hay tiempo para enfrascarse en una lectura, ni para escribir un pensamiento repentino que nos ayude a ir tirando, ni mucho menos para entablar una conversación estéril con algún compañero de viaje tan desasistido de sí mismo como lo estás tú. Hablar con desconocidos en un tren de cercanías, en los tiempos que corren, es algo trasnochado y fuera de lugar; se diría que hasta prohibido e irreverente. Las gentes de nuestro tiempo quieren vivir solas, aisladas en sus pequeños e infranqueables mundos de miseria. Algunos se aíslan en la lectura del periódico, otros se escudan detrás de sus auriculares, y la mayoría cierra los ojos para rescatar un sueño inestable. Por eso, tú también los cierras; para dormitar y pensar en algo irreal que te saque de tu mundo de rutina y de tus vivencias de hastío.
    La pasada noche no ha sido buena, como casi todas las noches de los últimos días de los últimos años. Demasiadas vueltas en la cama vacía para conciliar un sueño que traiga el equilibrio necesario. Los fantasmas no te lo permiten, te visitan todas las noches aunque no los invites. Vienen, te atormentan y se van con el timbrazo impertinente del despertador. Luego viene lo de siempre; un levantar cansino, la pasta de dientes, la crema de afeitar, la ducha y el café cargado de malos augurios salpicado con las malas noticias que desgrana la radio. Y luego el tren de cercanías.
   En el trayecto te has entretenido haciendo un análisis apresurado de lo que te ha traído la vida en los últimos cinco años desde que Irene te dijo adiós frente al puerto de Áqaba. Lo haces a menudo, más para exculparte que para buscar la luz que te oriente en tu larga cadena de fracasos.  Llegas rápido al resultado final: “mal balance”, concluyes. Y todavía te exculpas. Tú no has podido provocar, deliberadamente, lo que el día a día ha ido haciendo con tu vida, en lo que ha quedado de ese destino final que imaginaste maravilloso cuando dejaste una vida de rutina para abrazar otra llena de color y de esperanza. Y tus pensamientos, alocadamente,  saltan como felinos feroces desde Madrid a Damasco o desde Nueva York a Petra buscando afanosa e inútilmente la causa de tu fracaso. Has empezado a vivir el tiempo en que todo acaba, el tiempo en el que hasta los recuerdos mueren.
   Y no lo quieres aceptar.

   Llegas pronto a la emisora. En tu mesa de trabajo ya han acumulado las hojas que van a servirte de referencia para esa mañana y que casi nunca utilizas. Prefieres vomitar ante el micrófono, espontáneamente,  tus propias reflexiones en lugar de seguir un guión encorsetado hecho por quienes no saben lo que es hacer buena radio. Te crees diferente, superior, con más inteligencia emocional y con mucha más experiencia que ellos, pero sabes que en el fondo darías lo que fuera por ser como cualquiera de aquellos: más joven, más confiado, menos triste.
   Al programa estrella de la mañana le quedan menos de diez minutos. Miras con envidia mal fingida a su conductor. Él es ahora la estrella como lo fuiste tú en otro tiempo. Ellos, los de la primera hora, los del prime time; los de las noticias candentes, los de los comentarios agudos y las tertulias de opinión, son los que, para cuando te pones delante del micrófono,  ya se han llevado toda la audiencia dejándote a ti las migajas. Sabes que tu magazine interesa poco a la gente que a ti te gustaría tener de oyentes, por más que luego trates de falsear los datos de una audiencia inexistente. Como cada día irás desde el chismorreo de famosillos hasta las recetas de cocina pasando por los consejos de un médico bobo en cuyas manos no te pondrías ni para sajarte un grano.  En ese tiempo corto de espera, recompones tus ideas y retocas tu corbata como si te dispusieras, como hace años, a presentar tu programa estrella en televisión, cuando tu vida era feliz y estable y tu futuro optimista.
   Te acomodas en tu asiento, colocas los auriculares en tus orejas e indicas con un gesto al control que se lleve la sintonía de fondo para que poco a poco vaya entrando tu palabra repleta de mentiras huecas y esperanzas vanas dedicadas a una audiencia de amas de casa desesperadas y de ancianas llenas de soledad y recuerdos imposibles. 
   Todo te parece más pesado cada día. Y nada puedes hacer para remediarlo.
   Estás atrapado.

Continuará...

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