jueves, 11 de junio de 2015

EL DECLIVE (Andrómeda)

EL DECLIVE (NOVELA)

…Viene del post anterior



ANDROMEDA

“Hola Teo, soy Elías. Me fastidia hablarle a este cacharro tonto para dejarte un mensaje. No sé donde andas. Me urge hablar contigo sobre el último guión. Cuando oigas esto llámame al teléfono de siempre. Estaré en casa toda la tarde. Hay que darse prisa. Estamos fuera de tiempo. Te conseguí al ministro para esta semana. No sé que harías sin mí.” 
    Te tomaste un tiempo antes de devolver la llamada. Te gustaba (te sigue gustando) poner nerviosa a la gente, hacerles esperar, y más aún si se trata de cosas importantes que dependan de ti. Ignorabas entonces en qué modo aquella devolución de llamada iba a trastornar tu vida.
   Estás sentado en tu sillón favorito frente a la ventana desde la que divisas, a lo lejos, casi todo Madrid.
Te sientes medianamente feliz en la casa que vives desde tu separación de Lucía. En esa posición, con el culo aplastado contra el cojín,  el dorso arrosariado contra el respaldo y los pies sobre un escabel,  has pasado muchas horas en los últimos tiempos buscando explicaciones a cosas que, por naturales, no tienen explicación posible. Te ha dado tiempo para añorar tus años con Lucía y tus momentos felices con la hija de ambos, a la que ves cada día menos. También en ese sillón has madurado ideas  y también has encontrado soluciones a problemas que parecían arrastrarte hacia profundos abismos de donde creías que no saldrías jamás. Todos los hombres necesitan un sillón confidente en el que sentarse a pensar y en el que buscar sosiego y consejo para las causas que nos agobian. Allí has consumido más cigarrillos de la cuenta y has trasegado mucho más alcohol del que tu hígado estaba dispuesto a tolerar. Luego vinieron los insomnios y más tarde los somníferos y poco después los ansiolíticos. Cuando saltaron las alarmas en forma de alucinaciones y espasmos acudiste muerto de miedo a pedir ayuda médica. Te has bebido más de media vida sin apenas darte cuenta. Y ya no hay marcha atrás. Ya empezaste a vivir el tiempo en que todo acaba. Pero todo eso tardaría aún  en llegar. La vida aun te daría más oportunidades que las que te merecías. Irene fue una de ellas y no la desaprovechaste. Hiciste bien.
                                   
   Son las 4 de la tarde de unos años antes.

   Un sol tibio de invierno ilumina la estancia volviendo transparentes los lienzos y cárdenos los lomos de los libros que se apilan por todas partes. Te gustaría adormecerte para dejar que tu imaginación navegue libre por el mundo onírico de tus fantasías. Hace tiempo que ya no acuden como antes para tu sosiego. Tomas el teléfono y marcas un número que te sabes de memoria para corresponder al mensaje que te han dejado:
   —¿Elías?, por favor.
   —No está en este momento. ¿Puedo ayudarle en algo?
   —Soy Teo Escobedo, un amigo suyo. Dejó un mensaje en mi contestador, que acabo de escuchar. Parece que le urge hablar conmigo.
   —Sé quien eres, Teo. No hace falta que te identifiques. ¿Quién puede no reconocer una voz como la tuya? Soy Irene, la hija de Elías. Mi padre vendrá en algo menos de una hora. Se que te espera porque me previno sobre una posible llamada tuya.
   Como las cosas importantes de la vida se manifiestan inicialmente de una forma muy sutil, era lógico que no pudieras imaginar en aquellos momentos lo que esa aparentemente inocente conversación iba a modificar tu existencia.
   Elías gozaba en aquellos tiempos de una posición desahogada gracias a sus trabajos para la radio, la televisión y el teatro. Vivía con su única hija en una casa modesta del barrio de Las Letras. Era viudo desde hacía bastantes años. El salón donde te recibió Irene era acogedor e intimista. Fue una afortunada casualidad que Elías tardase en llegar más de dos horas y fue todavía mejor que Irene te invitase a acudir a su casa para la cita prevista.
   Para cuando llegó tu socio, su hija ya te había contado muchas cosas de su corta vida que a ti, a fuerza de poco trascendentes, te habían resultado fascinantes. ¿Cómo era posible que Elías no te hubiese hecho comentario alguno sobre los deseos de Irene? 
   Sin apenas conocerla estabas seguro de que sería, sin duda, un excelente fichaje para tu programa. Lo decidiste sobre la marcha. Fue una corazonada y como todas las tuyas necesitabas resolverla sin perder un minuto. Te hacía falta una presentadora para la apertura, alguien que dentro y fuera del plató presentara el programa y que además, recogiera sobre campo, las opiniones del público sobre el tema que semanalmente tratábais. Quedaba bien, era una fórmula muy a la moda. Pensaste desde ese mismo día que ella podría desarrollar perfectamente aquel papel. Tenía una voz muy apropiada, aterciopelada y firme, te dirían luego cuando le hicieron la primera prueba, parecía resuelta, decidida ante la cámara te confirmaron los que la evaluaron,  y su magnífica presencia sería un acicate añadido, pensaste, cuando desde el control seguiste todos y cada uno de sus primeros pasos ante los focos. Carecía de experiencia pero tampoco era necesaria, ellos y tú la guiaríais. Hasta la enorme diferencia de edad que os separaba, más de veinticinco años, era incapaz de turbar la armonía entre ambos cuando el regidor del programa levantaba sus pulgares para meteros en antena. ¿Por qué, diablos,  aquel tacaño y celoso judío no te había hablado jamás de su hija ni de sus pretensiones? 
   Cuando al fin apareció Elías la invitaste a que permaneciera con vosotros para ultimar el guión. Apuntaba buenas maneras y mejores ideas. No te costó demasiado esfuerzo convencer al día siguiente al director financiero para que le abriese un contrato provisional que le permitiera entrar en la nómina de tu espacio. Dos semanas más tarde te gustó ver en los títulos de crédito, inmediatamente detrás del tuyo, el nombre de Irene Albesa como co-presentadora y co-guionista de tu programa. La crítica también se puso de su parte.
            Te salió bien la jugada.
           
   Dos meses más tarde y gracias a las gestiones que hiciste en el canal internacional, os fuisteis a presentar un directo a Méjico. La ocasión perfecta. Ambos los estábais deseando. La vuelta con escala en Miami remató la faena. Irene parecía entregada y tú te rendiste a su encanto sin condiciones. Empezábais a vivir tiempos felices que para nada hacían presagiar la derrota que acarrea el inevitable discurrir de vuestra pequeña historia, tan mínima e intrascendente como casi todas las historias de amor en donde la pasión todo lo ocupa y todo lo extermina.           
             
   Todo empezó a enturbiarse cuando volvísteis de Siria.
   Tal era tu locura por ella que le propusiste un matrimonio convencional, con invitados, banquete, padrinos y música. Era inaceptable. Era la desproporción por antonomasia. Ella camino de su plenitud y tú en tu imparable declive. Podría haber resistido a tu lado más tiempo, el suficiente para rebajar tu tono vehemente, tu desequilibrio sentimental, tu retraso emocional y quién sabe si más cosas. Lo precipitaste todo. Después llegaron los celos, las tensiones y el final inevitable.            
    Elías estuvo siempre al corriente de todo. Fue Lucía quien se lo hizo saber e Irene quien se lo confirmó. No hubo reproches. Los tres estuvieron en el juego. Fuiste tú el único que quedó fuera.

Continuará...
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