jueves, 16 de febrero de 2017

La dieta mediterránea en la Antigua Grecia

Decía Indro Montanelli en su Historia de los Griegos (un libro de obligada lectura para mejor entender los orígenes y porqués de los males de nuestro tiempo)  que las civilizaciones, culturalmente, podían ser reagrupadas en dos grandes categorías: "las que van al aceite y las que van a la mantequilla." Es decir, la de los omega 3, 6 y 9, frente a los de las grasas saturadas. Y no le faltaba razón.


Los que hemos tenido la fortuna de nacer a orillas del Mediterráneo, los que somos herederos de aquella cultura de la Antigua Grecia, prolongada en el tiempo y mejorada en sus costumbres por la Romana y la Judeo-Cristiana, provenimos más del aceite que de la mantequilla y, a juicio de Montanelli, es indudablemente mucho mejor la primera que la segunda.



Hoy en día, los entendidos en esas cosas de la dieta y la nutrición no paran de dar la vara al atosigado comensal sobre las bondades de comer según el tan traído y llevado código mediterráneo. Eso está bien. Y yo soy un ferviente defensor de ello. Pero en la Antigüedad las cosas, y sobre todo la economía, no permitía lujos gastronómicos como los que ahora nos damos.
En el Siglo Dorado de Pericles, Temístocles y Efialtes la dieta de los atenienses era más bien sobria y escasa, lo que tal vez guardara una indudable relación con su excelente estado de salud; con la longevidad de sus ciudadanos y la preeminencia de sus atletas. Heródoto, en su crónica sobre la batalla de Maratón, nos cuenta que el soldado Fedípides recorrió con toda la velocidad que le daban sus piernas los 42 kilómetros con sus 195 metros para anunciar en Atenas la victoria de las menguadas tropas de Milcíades ante el todopoderoso ejército del persa Darío. Todos sabemos que, víctima de su celo, Fedípides cayó muerto a poco de comunicar tan buena nueva. El esfuerzo sobrehumano que hizo no pudo resistirlo su maltrecho corazón. De haber sido precavido, Fedípides hubiese hecho un previo entrenamiento gradual y adaptativo como hacen nuestros maratonianos de hoy en día, se habría hecho escoltar por voluntariosos aprovisionadores de agua electrolizada y abundante glucosa y, nada más llegar, y aun antes de ceñir su cabeza con la corona de laurel, le habrían dado reconfortantes masajes musculares. Mas eran otros los tiempos como otros eran los modos de cuidar a los atletas.

No creo que Fedípides tuviera la hercúlea configuración anatómica que exhiben algunos de sus arbitrarios y nada rigurosos retratos. Posiblemente, las condiciones alimentarias de aquellos tiempos no le diera para ello. La dieta de los atenienses se componía de legumbres y cereales, no conociendo otros que lentejas, cebollas, ajos, guisantes, coles y poco más. Como fruta consumían lo que daba la seca tierra, que tampoco era tanto: uvas, higos, moras silvestres y algún que otro fruto seco como nueces, almendras y avellanas. A pesar de tener a pocas leguas de distancia el puerto de El Pireo, el pescado fresco era un auténtico lujo sólo para griegos acaudalados. Tan sólo el que se conservaba en salazón era algo más abundante y de más fácil acceso para la plebe. 

En alguna festividad, para honrar a su numerosísima nómina de dioses, héroes y pitonisas, cortaban el pescuezo de alguna gallina lo que constituía todo el aporte proteico que recibían sus retorcidos estómagos, amén de haber guardado previamente los huevos del ánade para mezclarlo con algo de harina y miel y así confeccionar unas tortas que se me antojan insulsas y poco apetecibles. 

Cuando podían, bebían leche de cabra con la que además hacían un queso que aguantaba bien el paso del tiempo sin descomponerse. Y el yogurt, claro está, el magnífico yogurt griego. Pero siendo parcos en su yantar es inconcebible que hasta el mismísimo Hipócrates de Cos, uno de los grandes padres de la Medicina Clásica, se escandalizara de que los insaciables atenienses ¡comiesen hasta dos veces al día!



Por contraste, este tipo de dieta tenía sus ventajas. El consumo calórico era más bien reducido con lo que mantenían en su valor ideal el índice de masa corporal. El único edulcorante conocido era la miel de los panales que ellos mismos cuidaban. A pesar de ello, se sabe que conocían la diabetes (un término griego, por demás) una enfermedad que era diagnosticada por el sabor dulce de la orina de los afectados. 

Una alimentación exenta de grasas saturadas como la que los griegos practicaban minimizaría los valores séricos de colesterol y por tanto, la angina de pecho, el infarto y el ictus, serían patologías menos frecuentes que lo que son hoy en día. 

La sal era un bien tan escaso y preciado, que de las buenas cosas se decía "que valían su peso en sal". De esta forma, evitaban la hipertensión, la ceguera, las enfermedades cardio-renales y las apoplejías.  

El vino estaba considerado "néctar de los dioses" y, por tanto, sólo accesible a los pudientes. Gracias a ello, los atenienses de a pie, abstemios a su pesar, evitaban el alcoholismo neurodegenerador y se preservaban de la cirrosis hepática.

Sin duda, esta realidad famélica había sido astutamente tergiversada por Homero, un trovador ciego y muy posiblemente analfabeto, que, cuatro siglos antes de la Atenas de Solón, se ganaba la vida narrándole a los ricos helenos historias que él mismo había escuchado en boca de humildes y poco afortunados trovadores. En su Odisea puede leerse que sus héroes se desayunaban un día sí y otro también con medio cabrito asado, para ir abriendo boca y hacer frente a las adversidades. No se lo crean,Homero del que se sospecha que hasta pudo no existir, fue un fabulador que adulaba a sus protectores contándoles cuentos irreales, cargados de tramposa imaginación para solaz y ensoñamiento de otras vidas heroicas.


 Así era, pues, la alimentación de los atenienses; una dieta mediterránea como las que hoy nos aconsejan los expertos, pero más pobre e insulsa. Yo les recomiendo que la sigan; pero más ésta de nuestros días que aquella otra exigua de la Antigua Grecia,cuyo resultado fue tan eficaz, que sirvió a los aguerridos soldados atenienses para que, cerrando a los persas el paso de las Termópilas, volvieran a alzarse otra vez  victoriosos en Salamina, la batalla más decisiva de la Segunda Guerra Médica.

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